Leía estos días en estas páginas virtuales el magnífico artículo de mi amigo Antonio López Campillo sobre los pros y contras de los productos manipulados genéticamente. El artículo no podía ser más oportuno, ya que en estos momentos la Comisión Europea estudia levantar la moratoria de facto que sobre el comercio de estos productos pesa desde 1997.
Dejando a un lado aspectos ambientales, como el de la posible contaminación genética, por el movimiento del polen al que aludía el colaborador científico de este diario, hay un tema que puede considerarse central en la polémica y es, precisamente, el de la libertad. Una buena parte de la sociedad europea recela de estos productos y más en un contexto en el que periódicamente nos sacuden crisis alimentarias que nos hacen preguntarnos sobre lo que comemos.
Supongamos que estos productos fueran maravillosos y que los que se oponen a ellos no tuvieran base alguna. Pero en un régimen de libertades no puede privarse a nadie de la libertad de elegir lo que quiere o lo que no quiere hacer y máxime en algo tan básico como elegir lo que quiere comer todos los días. Como decía mi maestro periodístico Antonio Herrero, en un régimen de libertades uno tiene incluso el derecho a estar equivocado sin que nadie pueda sacarle de su equívoco por la fuerza de una imposición. Y es un hecho que las industrias involucradas en el asunto se han resistido con todas sus fuerzas a que se etiquete debidamente qué productos contienen transgénicos, por el temor a que fuesen boicoteados. ¿En nombre de qué se niega así el derecho a la libre elección que tenemos todos los ciudadanos?, ¿es “libre” mercado obligar a consumir lo que uno no quiere consumir?
Es un hecho también que a nuestro país han estado llegando cargamentos en los que los productos transgénicos se mezclaban con los no transgénicos, impidiendo de esa manera que los consumidores pudieran estar seguros de lo que comían. Y, teniendo en cuenta el efecto –al que aludía el señor Campillo– de contaminación polínica, que de facto puede convertir en parcialmente “transgénico” incluso el código genético de las plantas inicialmente no manipuladas en laboratorio, ¿de qué forma quedará salvaguardado el derecho de aquellas personas que no quieran ingerir nada procedente de la ingenieria genética?
El tema, insistimos, no es si estos productos son buenos o malos, necesarios o innecesarios, sino que independientemente de eso nadie tiene derecho a obligar a nadie a comer aquello que no quiera comer. Ahora la UE ha preparado unas reglas de etiquetado para estos productos, pero parece dudoso que realmente garantice que quien quiera quedar al margen de ingerirlos quede a salvo de hacerlo. Existe pues un riesgo más que cierto de que el tema se convierta en un trágala (nunca mejor dicho) para un importante porcentaje de la población europea. Se prepara la autorización de decenas de vegetales transgénicos que hasta ahora no había podido entrar en el mercado europeo. No parece que exista ningún clamor de la población europea pidiendo comer transgénicos, sino más bien todo lo contrario.
Europa es una zona donde la comida sobra y donde la preocupación es aumentar la calidad de los productos que comemos, más que introducir productos sobre los que muchos dudan. No existe ninguna presión social dominante pidiendo comer transgénicos. Si, por consiguiente, la población no tiene prisas por autorizar estos productos ¿por qué la tienen algunos políticos que en teoría representan a esa población? ¿Nos aguarda algún riesgo de hambruna o alguna otra emergencia que legitime tales prisas?
Cuando hice tales preguntas hace dos años en una Comisión sobre el tema del Senado español, a la que fui invitado como compareciente, no recibí respuesta satisfactoria. No hablaremos aquí de los países pobres, aunque podría decirse mucho también sobre si estos productos iban a mejorar o empeorar su situación (en este sentido podríamos plantear por qué la multinacional Monsanto preparó unas semillas que daban a su vez plantas infértiles, lo que habría obligado a los agricultores del Tercer Mundo a comprarles semillas nuevas todos los años). Tampoco hablaremos sobre las cortapisas que han padecido científicos que han aireado posibles efectos adversos de los transgénicos, como el profesor Pusztai , del Instituto Rowett de Escocia, que fue puesto de patitas en la calle. Ni de cómo personas destacadas de Monsanto –la compañía líder en el asunto– han entrado a trabajar en la FDA (Food and Drugs Administration), el organismo de EE UU que autoriza los transgénicos, dando luz verde a esos productos.
Más allá de lo buenos o malos que puedan ser para la salud o el medio ambiente, más allá de las garantías con que se autoricen o no, y más allá de la fiabilidad de posibles etiquetados, cabe preguntarse dónde quedará al final algo tan básico como la libertad de elección de todos y cada uno de nosotros. La libertad.

Transgénicos y libertad
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