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Diana Molineaux

El vértigo del Afganistán

Los líderes afganos aseguran que la guerra “de verdad” comenzará cuando acabe la campaña aérea y llegue el inevitable momento de la lucha sobre el terreno más difícil del mundo.

Nadie duda aquí, en Estados Unidos, de las dificultades de esta guerra, pero la elevación de las montanas, la ferocidad de los guerreros y la profundidad de las cuevas son menos problemáticos que el vértigo político al que ya se enfrenta hoy el gobierno norteamericano ante el vacío de poder que amenaza suceder al gobierno de los talibanes.

Las imágenes brutales de ejecuciones y de represión del régimen talibán han hecho olvidar los 50.000 muertos de la guerra civil que los precedió y la crueldad de aquella época a mano de los que hoy forman la Alianza del Norte. Sin una alternativa de poder, no solo es virtualmente seguro que el Afganistán volverá a caer en la anarquía, sino que se consolidará más aún como base de terroristas.

Ningún líder en su buen juicio que haya mirado un atlas u hojeado superficialmente la historia del Afganistán se lanzará a una ocupación de este país poblado de tribus tan atrasadas económica y socialmente, como enconadas en los odios mutuos y acostumbradas a traiciones y alianzas cambiantes.

Basta con mirar la mal llamada “alianza” del norte: los tayikos del norte siguen a Mohammed Fajim, sucesor del asesinado Massoud; los occidentales de Herat, a Ismail Khan; los uzbecos están igualmente divididos entre los norteños, en torno al polémico Abdul Rashid Dostum, y los del oeste, tras Karim Khalil, que opera en el centro del país. Aunque se unieran para derrotar a los talibanes, cuesta imaginar que no vuelvan a sus habituales luchas después, pero aún en este caso, representan tan solo una minoría del país y no podrían formar un gobierno viable.

No se trata tan solo de que el mayor grupo étnico son los pashtunes y no puede haber un mínimo de estabilidad dejando de lado al 38% de la población. El hecho de que sean de la misma etnia que los talibanes sería el menor de los problemas, pues con la adecuada dosis de dinero y persuasión de que están en el bando perdedor, se les puede convencer para que cambien, pero si las tribus del norte tienen dificultades en convivir entre ellas, aún serian mayores con los pashtunes, de quienes les separa también la religión: unos son sunitas y otros chiítas.

Para complicar aún más las cosas, están los intereses divergentes de vecinos como el Irán, Pakistán, Uzbekistán y Tayikistán, sin olvidar la presión rusa, el conflicto entre la India y Pakistán y hasta la preocupación de la China, que acaba de prohibir la presencia en sus aviones de ciudadanos de países árabes e islámicos.

No es de extrañar que el Pentágono vaya con cautela a la hora de bombardear al norte de Kabul, pues abrir demasiado rápidamente el camino a las fuerzas del norte podría precipitar una situación incontrolable, además de poner en peligro la esencial colaboración del Pakistán. Parece que Washington quiere esperar a ver qué acuerdos se consiguen en la asamblea tribal que se esta preparando en el norte del país, con la mediación del rey como figura unificadora, pero ni los diplomáticos más optimistas tienen confianza en que el acuerdo, si es que llega a conseguir, sea duradero.

La versión más favorecida aquí es la confederación que correspondería a las realidades del terreno que aísla a unos grupos de otros y a las diferencias religiosas, así como la independencia tradicional de las tribus afganas. Todos tienen claro que cualquier fórmula será inestable sin un fuerte control internacional y tienen igualmente claro que las Naciones Unidas no han demostrado su capacidad para este control a lo largo de la Historia.

Pero Washington no tiene la alternativa de tirar la toalla. La magnitud del problema es tal que los espectaculares bombardeos de la pasada semana son como fuegos artificiales en una lucha de gran amplitud que absorberá a este y otros países durante décadas y se realizara en cancillerías y callejones y forjará alianzas impensables antes del 11 de septiembre.

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