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Venezuela empieza a recobrar la cordura

Casi todas las naciones que han atravesado periodos de crisis económicas graves, han sucumbido en mayor o menor medida a la tentación de otorgar a sus gobernantes poderes extraordinarios que —supuestamente— iban a combatir eficazmente los desórdenes y la anarquía provocados por los “excesos” del liberalismo. Ni siquiera EEUU en la Gran Depresión pudo sustraerse a esta tendencia. F. D. Roosevelt intentó introducir en su país una variante del corporativismo fascista, que sólo el buen criterio de los magistrados del Tribunal Supremo norteamericano pudo parar a tiempo.

El petróleo en Venezuela representa casi el 30% del Producto Interior Bruto. Este hecho en sí, ya supone un inconveniente serio para la estabilidad económica venezolana. Cuando la cotización internacional del petróleo cae bruscamente —como en 1998—, el PIB venezolano también se contrae significativamente. Pero el principal problema es que las colosales rentas derivadas de la producción petrolífera (casi 25.000 millones de dólares en el año 2000) son propiedad del estado venezolano a través de la empresa pública Petróleos de Venezuela. Es muy difícil no sucumbir a la tentación de emplear esos ingresos en favorecer a las clientelas políticas de turno o en el enriquecimiento personal. En los años de abundancia (como los 70), cuando el petróleo estaba por las nubes, Venezuela vivió épocas “doradas” de despilfarro y corrupción generalizada. Pero cuando se desplomaron los precios del petróleo se desvaneció el espejismo. La sobrevenida escasez hizo aflorar los escándalos de clientelismo y corrupción.

Chávez llegó al poder en 1999, cuando el precio del barril marcaba mínimos históricos, prometiendo que acabaría con la corrupción y con la crisis económica. Y tuvo la suerte de que el precio del crudo se recuperara inmediatamente, alcanzando de nuevo la cota de los 35 dólares. La mejora de la situación económica le permitió abordar su revolución bolivariana con la aprobación de la nueva constitución, en la que se prevén las medidas que el protodictador venezolano, admirador y amigo de Castro, pretende poner en práctica —y que muy pocos venezolanos criticaron en su día—, entre las que destaca la expropiación de los latifundios, el impuesto a las “tierras ociosas” y la censura a la prensa.

El pueblo venezolano ha empezado a comprender la magnitud de su error al confiar un poder casi ilimitado a un ex militar golpista (recién salido de la máquina del tiempo, procedente de los años 60) que también utiliza —como sus antecesores, pero con pretensión “justiciera”— los ingresos del petróleo para favorecer a su clientela personal, los militares, a quienes pretende convertir en una organización a mitad de camino entre el auxilio social y la policía política. La prensa independiente, los empresarios y los profesionales han sido los primeros en dar la voz de alarma, a la que se han sumado los sindicatos no chavistas. La huelga general ha sido todo un éxito (entre un 80 y un 100 por cien de participación), y aunque Chávez se haga el “sueco” (en una alocución a sus clientes llegó a decir que el omnipresente sonido de las cacerolas era un montaje de las oligarquías) o propale bravatas infantiles (apretar las tuercas a los empresarios), debe admitir que no puede gobernar un país con la inmensa mayoría de la población en contra y sin contar con los inversores extranjeros, que no llevarán un solo dólar a Venezuela mientras el derecho a la propiedad no esté suficientemente garantizado.

Es motivo para felicitarse que el pueblo venezolano haya reaccionado tan contundentemente ante los anhelos tiránicos del alumno de Castro. Sin embargo, muchas cosas deben cambiar en Venezuela para que individuos como Chávez —cuyas principales simpatías, aparte de Castro, son para Gadafi, el régimen iraní, las FARC y Ben Laden— no tengan siquiera una remota posibilidad de llegar al poder. Y un primer paso sería, quizá, eliminar el principal factor de corrupción e inestabilidad política y económica: el petróleo debería ser privatizado.

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