Cada 31 de diciembre, cuando suenan las 12 campanadas, se toman las uvas de la suerte y se levanta la copa para hacer el primer brindis del año, raro es el que no dedica un recuerdo a sus propósitos de antaño, raro es el que no se arrepiente de algún posible fracaso y raro es también el que no aprovecha para reavivar sus viejos deseos.
A veces el sosiego nos invade cuando cerramos un año especialmente duro con la ingenua esperanza de que el cambio de calendario ponga fin a una mala racha o dé carpetazo a un incómodo asunto. Estos serán posiblemente los sentimientos que estarán en el ánimo de Pilar del Castillo, que ha logrado dar por concluida la batalla de la Ley de Universidades antes de irse de vacaciones.
La Ministra de Educación puede sentirse satisfecha, no ha cumplido aún los dos años de su mandato y ya tiene en su haber el Real Decreto de enseñanzas mínimas, la próxima promulgación de la LOU y el anteproyecto de la nueva ley de Formación Profesional. Nada se puede pues objetar a la gestión de Pilar del Castillo, está cumpliendo las promesas que hizo el día de su nombramiento: una nueva ley para la Universidad Española, una ley de Formación Profesional y la Ley de Calidad para la reforma de la enseñanza secundaria.
Sin embargo, entraremos ya en el sexto año de gobierno del PP y la gran asignatura, la enseñanza secundaria, sigue aún pendiente. En el balance del año que termina encontramos una ley, la de Calidad, que se está haciendo de rogar; unos preceptos, los de la LOGSE, que cada día están más asentados en el terreno pedagógico; un cuerpo, el de los profesores de secundaria, cada día más desmoralizado; y unos alumnos, los de la ESO, cada día más envalentonados y dispuestos a salir a la calle para mantener su derecho a divertirse y a no estudiar.
Si dura ha sido la lucha por la LOU, mucho más dura será la que tenga que librar la Ministra para sacar adelante una ley de calidad que sea distinta de la que propugna la izquierda progresista. Si algo ha quedado claro en estos últimos meses es que los socialistas no tenían ningún proyecto para la universidad fuera del de seguir manteniendo los privilegios de los catedráticos y rectores que ellos nombraron. Pero en lo que se refiere a la enseñanza secundaria el asunto es muy distinto. La LOGSE fue una ley esencialmente ideológica promulgada por el gobierno socialista, pero deseada y querida por todo ese mundo de expertos pedagogos progresistas que se han hecho con el poder en la educación española. El felipismo creó un aparato educativo que el Partido Popular no ha querido o no ha sabido desmontar. Un aparato que bebe de una única fuente ideológica, que no admite en su seno disensiones —ni tan siquiera discusiones— y cuyos miembros se consideran los únicos con potestad para decir lo que se debe hacer y cómo se debe actuar en el campo de la educación. Este aparato, de carácter indiscutiblemente totalitario, lleva seis años poniendo trabas a cualquier reforma de la LOGSE, y exige que antes de levantar la voz para hablar de enseñanza se haga una declaración formal de aceptación y respeto a los principios igualitarios que inspiraron la ley felipista.
Treinta años costó a los británicos declarar públicamente que la experiencia de sus Comprehensive Schools, que ha sido el modelo social-demócrata de escuela europea, había sido un fracaso. Treinta años les ha llevado atreverse a reconocer que, a pesar de que se había ido gastando cada vez más dinero público en la enseñanza, los niños no aprendían a leer.
Pero ¿y los Estados Unidos? ¿cuánto tiempo hace que su enseñanza pública secundaria regida por los intocables principios de la más pura progresía occidental está en bancarrota?. Ha tenido que llegar “el tonto“ de Bush —que dicho sea de paso parece que últimamente ya no es tan tonto— y decir que el 70% de los escolares americanos no saben leer ni sumar y que, de ahora en adelante, los niños de 7 años deberán pasar un examen de carácter nacional de lectura y cuentas, y que las escuelas que no demuestren ser capaces de enseñar a los niños a leer, escribir y las cuatro reglas será cerradas. En Filadelfia, muchos son ya los colegios públicos que se van a poner en manos de gestores privados, algo que los británicos ya han empezado a hacer.
Mientras tanto en nuestra progresista España —y en gran parte de la Comunidad Europea— se sigue hablando de “planes de amor a la lectura”, de “inversión en bibliotecas escolares”, de “dotación de ordenadores a las escuelas”, de “campañas de motivación escolar”, de “premios de innovación pedagógica” y de tantas y tantas estupideces que cuestan dinero y que no remedian nada. El gasto público en la educación ha tocado techo, está totalmente saturado, y todo el mundo, aunque no lo diga, sabe que todo lo que se invierte de más va a parar a desaprensivos funcionarios que inventan sin cesar saraos pedagógicos cuyo único objetivo es seguir soplando para que un globo hinchado de la nada no toque tierra.
No nos engañemos. Para curar una enfermedad, lo primero que hace falta es reconocer su existencia, y todavía estamos muy lejos de admitir que en el país de la educación “el rey va desnudo”, o lo que es lo mismo, que nos está saliendo demasiado caro que más de la mitad de los escolares españoles sean analfabetos funcionales.
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