Someter al enemigo sin luchar es la suprema excelencia. De este modo, lo que es de máxima importancia en la guerra es atacar la estrategia del enemigo. Lo segundo mejor es romper sus alianzas mediante la diplomacia. En tercer lugar viene atacar a su ejército”.
Hace casi 2.500 años que el general chino Sun Tzu escribió estas líneas en El arte de la guerra, un clásico de la estrategia y el arte militar que en modo alguno ha perdido frescura y vigencia con el paso del tiempo. Y, si bien se mira, esta ha sido precisamente la estrategia que han seguido los nacionalistas en España (vascos y catalanes) desde la Transición. En primer lugar, han logrado convencer al “enemigo” de que su causa no es justa, inventando toda clase de agravios pasados y presentes y recurriendo sistemáticamente al victimismo y la propaganda (en las escuelas y en los medios de comunicación). En segundo lugar, han conseguido dividir al “enemigo” halagando a la parte más débil de la alianza (el PSOE). Y en tercer lugar, han recurrido al ataque directo a su “ejército”, amedrentando, calumniando, coaccionando o asesinando a todo aquel que se les oponga.
Los nacionalistas nunca hubieran logrado alcanzar las cotas de poder e influencia de las que hoy gozan si no hubiera sido porque previamente ya habían ganado la batalla más importante: la de las ideas. Poco importa la fuerza o los recursos de que se disponga si no se está convencido de que lo que se defiende es legítimo y moralmente superior a aquello que se combate. Uno de los grandes errores de la Transición fue dar carta de naturaleza a los nacionalismos separatistas y excluyentes en “desagravio” por el centralismo uniformador de la dictadura. Criticar al nacionalismo, no ya en sus políticas, sino en sus ideas fundantes, era y sigue siendo la forma más fácil para ganarse una reputación de tardofranquista o algo peor.
Ha sido precisamente esa inexplicable “mala conciencia” de nuestra clase política, de la gran mayoría de nuestros intelectuales y de casi todos los medios de comunicación lo que ha permitido que los nacionalistas transformen los centros educativos y medios de comunicación bajo su jurisdicción en instituciones de propaganda y adoctrinamiento político sin que las instituciones del estado (como, por ejemplo, el Ministerio de Educación) hicieran gran cosa por impedirlo.
Veinticinco años de intoxicación en las escuelas del País Vasco han producido una generación de jóvenes descerebrados que no conocen otra realidad política que las mentiras que a diario emiten las televisiones vascas (el mapa de Euskalherría que incluye Navarra y el País Vasco francés) y las aranianas falsificaciones de la Historia que a diario aprenden en las ikastolas (Euskadi está dominada por los maketos, un pueblo ‘inferior’ al que los euskaldunes, como raza ‘superior’, tienen el deber de combatir y expulsar).
No hay que extrañarse de que haya jóvenes que se tomen en serio estas infames patrañas y decidan hacer algo por la “causa” de la libertad de Euskadi integrándose en Batasuna o directamente en la ETA, o de que los más moderados (como Eduardo Madina) se integren en Elkarri, aceptando lo esencial de las tesis nacionalistas.
A este tenor, los hipócritas ofrecimientos de “calor humano” que Ibarretxe ha dedicado a los concejales constitucionalistas en el "Manifiesto institucional en defensa del derecho a la vida, la libertad y la seguridad de todas las personas" que ha promovido y presentado ante la Asociación de Ayuntamientos Vascos suenan a gesto de “clemencia” de quien se sabe vencedor.
Claro está que ni el PP ni PSOE (al menos de momento) apoyan la iniciativa del Lehendakari. Pero mientras la condena al nacionalismo se limite exclusivamente a los métodos eufemísticamente llamados “violentos” y no se dirija frontalmente a deslegitimar y combatir las raíces del mal (la ideología racista, totalitaria y excluyente consustancial al nacionalismo vasco) habrá pocas esperanzas de que la libertad y la democracia triunfen.
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