Nadie discute que la embriaguez callejera de fin de semana —”ocio alternativo” practicado por un buen número de jóvenes, con sus secuelas de voceríos, orines, vómitos y desperdicios— es una alteración del orden público que corresponde combatir a las autoridades.
Sin embargo, existen medios más o menos eficaces —más o menos respetuosos de la libertad de los ciudadanos— para combatir con eficacia esta deplorable costumbre. Todo depende de cuál sea la intención del legislador, si garantizar el orden público, encabezar una “cruzada antivicio”, aprovechar la ocasión para demostrar que “se hace algo” o buscar un nuevo pretexto para recaudar unos euros extra.
Si se trata de garantizar el orden público, bastaría con dictar unas sencillas ordenanzas municipales que prohibieran la utilización de las vías o de los parques públicos para celebrar fiestas privadas sin la pertinente autorización, acompañadas quizá por la recuperación de la figura penal del 'escándalo público'. De hecho, los propietarios de bares, terrazas y restaurantes han de solicitar licencia (y pagar el impuesto correspondiente) para poder instalar sus mesas en la calle. Los ciudadanos no comprenden bien por qué la policía municipal mira con lupa el número de metros cuadrados de acera que ocupa un negocio con todos los permisos y garantías correspondientes mientras que hace la vista gorda cuando racimos de jóvenes ocupan los parques y las aceras vociferando botella en mano.
Si de lo que se trata es de combatir el alcoholismo juvenil, la Administración poco puede hacer en este sentido. Los padres de los jóvenes menores de edad son los responsables directos de la conducta de sus hijos. Son ellos quienes deben ejercer su oxidada autoridad paternal (en caso de que aún la conserven) para evitar que sus hijos haraganeen en la calle bebiendo compulsivamente y ofreciendo un espectáculo que, en otra época menos progre y más políticamente incorrecta, se hubiera considerado como escándalo público. Es precisamente esa pérdida del sentido del pudor y de la imagen pública que hemos sufrido los españoles una de las principales causas de estos espectáculos.
Pero, lamentablemente, cuando se pide a los políticos que solucionen un problema que nosotros no queremos solucionar, merman las libertades y acaban pagando siempre justos por pecadores. Ruiz Gallardón, con el proyecto de Ley sobre Drogodependencias, prohibirá la venta de bebidas alcohólicas en las gasolineras (¿?), elevará la edad mínima para consumir bebidas alcohólicas a los 18 años y establecerá una segunda licencia en las tiendas de alimentación que quieran vender este tipo de bebidas, la cual, de seguro, no será gratuita. Las sanciones por incumplimiento de estas medidas pueden llegar a 600.000 euros (100 millones de pesetas).
En cuanto a los verdaderos causantes del problema (los jóvenes y sus padres, en última instancia), las medidas del Ejecutivo autonómico se limitarán a sanciones de carácter “pedagógico y social” como colaborar con los servicios de limpieza o la atención de ancianos cuando incumplan la prohibición de beber en la calle. Es decir, se incide en la nefasta política de condescendencia —que tan malos resultados han producido en el caso de las drogas— con el infractor, una “víctima” que necesita “reeducarse”, mientras se cargan las tintas contra los proveedores.
Pero, aunque se consiga paliar de este modo el problema de los orines, los vómitos y los griteríos, siempre existe el peligro de que una vez prohibida una actividad, ésta se convierta en símbolo emblemático de la rebeldía y la transgresión, sobre todo cuando se trata de la adolescencia y la juventud. Nada impedirá realmente a los jóvenes organizar sus botellones si realmente se empeñan en ello —y sus padres no lo impiden—, y lo más probable es que acaben llevando el alcohol de su casa en petacas de bolsillo, fácilmente camuflables, para mezclarlas después con los refrescos que se les permita adquirir.
Por ello, no parece prudente tratar dos problemas distintos como uno sólo. Una cosa es emplear la legalidad para que los jóvenes no alteren el orden y ensucien las calles con sus botellones, y otra distinta es tratar de imponer conductas (por razonables que éstas sean) a golpe de boletín. Para lo primero, bastan unas sencillas ordenanzas municipales. Para lo segundo, no bastaría con rellenar todos los días con regulaciones y prohibiciones los boletines oficiales. Sólo la persuasión, el ejemplo y una buena educación pueden lograrlo. Cuando a Napoleón le preguntaron los jacobinos en una ocasión por qué respetaba a la Iglesia, éste les contestó: “Por cada uno de éstos [sacerdotes] que eliminéis, tendréis que poner diez policías”.
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