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Arafat: Ya, ni el beneficio de la duda

El ejército israelí ha encontrado documentos que demostrarían la implicación directa del líder palestino en la oleada terrorista desatada sobre Israel. Concretamente, las “Brigadas de Al-Aqsa” —la principal milicia de Al-Fatah, la organización de Arafat— solicitaron financiación al asesor económico del rais para pagar los chalecos explosivos que emplean los terroristas suicidas en sus masacres contra civiles inocentes.

A nadie se le ocultaba que Arafat, veterano terrorista lanzado al “estrellato” por la matanza de atletas israelíes en las olimpiadas de Munich, alimentaba su influencia política con la sangre derramada por los grupos terroristas-integristas. Pero las potencias occidentales se negaban a creer que el líder palestino estuviera directamente implicado en las masacres. Todo lo más, se le ha acusado de negligencia en la lucha contra los terroristas, pero nunca se ha puesto en duda seriamente su calidad de “moderado” e “interlocutor imprescindible” para la resolución del conflicto israelo-palestino.

La Unión Europea, en el mismo día en que se hacían públicos esos documentos, junto con Rusia, exhortaba a Sharon a no confundir la lucha contra los terroristas con la destrucción de la Autoridad Nacional Palestina y se pronunciaban en contra del exilio de Arafat. Que los países árabes hayan apoyado y apoyen con sus petrodólares (cada vez con menos convicción) al rais —ayer aliado de la Unión Soviética, hoy del integrismo y siempre del terrorismo— tiene cierto sentido dentro de la tradición antijudía musulmana. No lo tiene, en cambio, que sea la Unión Europea quien defienda más activamente el papel “mediador” de Arafat, sobre todo cuando el eje principal de la política exterior europea —al menos de cara a la galería— es promover la paz, la lucha contra el terrorismo y el respeto a los derechos humanos.

Fue Arafat quien rechazó el generosísimo plan de paz de Barak, convocando una nueva y más sangrienta intifada; y lo que es más grave, con absoluta premeditación y alevosía, ya que el líder palestino no estaba dispuesto a aceptar ninguna rebaja sobre sus premeditadamente abultadas exigencias, inaceptables para los israelíes (todo Jerusalén y el retorno de los exiliados y sus descendientes, además del control absoluto de Gaza y Cisjordania, que en la práctica se le había concedido). Mientras Arafat “negociaba”, estaba preparando la nueva intifada, puesto que no tenía intención alguna de firmar la paz.

Como todo veterano terrorista, Arafat ya no sabe vivir sin una pistola o una bomba en la mano. Ha tenido la oportunidad de demostrar a la comunidad internacional su capacidad para gestionar un embrión de estado independiente y promover la prosperidad y el bienestar de los suyos. Y a tal fin, ha contado con el generoso apoyo y comprensión de las potencias occidentales, particularmente las europeas. Pero ha preferido las armas a las leyes, confiado en que no le habría de faltar el insensato y necio apoyo de la prensa y los gobernantes europeos, ni de la ONU, siempre dispuestos a identificar (como tradicionalmente ha hecho la izquierda) la causa del —pretendidamente— más débil con la causa más justa.

Esta nueva prueba de la implicación de Arafat en las masacres de las últimas semanas en Israel debería hacer reflexionar a los gobernantes europeos —incluido el Gobierno de Aznar, actual representante de la Unión Europea— y a la ONU sobre la conveniencia de seguir “echando capotes” a un personaje que, de vivir en España o en cualquier otro país mínimamente civilizado, sería considerado como el enemigo público número uno. Dadas las circunstancias, la intención de Sharon de desterrar definitivamente a Arafat es incluso generosa. El rais, en su lugar, no hubiera sido tan clemente.

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