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Venezuela en la cuerda floja

Que el pueblo venezolano eligiera a un fantoche semianalfabeto, criminaloide —y ex golpista— como Chávez sólo puede explicarse por la marea de corrupción e incompetencia gubernamental que asolaba Venezuela cuando Carlos Andrés Pérez abandonó la presidencia. Era la última esperanza de un pueblo que se negaba a creer que, nadando teóricamente sobre un lago de oro negro, pudiera tener unos niveles de vida más propios de un país subdesarrollado que de un país próspero y moderno.

Pero Chávez no ha sido diferente de sus predecesores, sino aún peor. A la ineficacia y la corrupción, ha añadido los coqueteos con el totalitarismo comunista y ha asociado Venezuela al club de países menos recomendables de la comunidad internacional. El pueblo venezolano (al menos la parte que no ha olvidado el valor de la libertad y de la democracia y que no se ha dejado comprar por Chávez) consiguió desalojarlo del poder con el apoyo un ejército que, apenas cuarenta y ocho horas después, ha traicionado alevosamente a su pueblo y ha pasado por encima de las decenas de cadáveres que han dejado por el camino sus esbirros, quienes dispararon contra manifestantes indefensos para evitar la caída del líder de la “revolución bolivariana”.

Es difícil saber cuál será el futuro inmediato de Venezuela; pero del desarrollo de los acontecimientos parecen deducirse varias consecuencias claras. El ejército —al menos la parte que apoya a Chávez—, es quien realmente ha nombrado y destituido a los tres presidentes que Venezuela ha tenido en cuarenta y ocho horas, es quien ahora ostenta el control de la situación, y Chávez sabe perfectamente que le debe la recuperación del poder. Puede que el plan de los militares sea obligar a Chávez a moderarse en sus criminales bufonadas a cambio de salvar lo esencial de su programa político, tan favorable al estamento militar. En definitiva, convertir a Chávez en un títere. Sin embargo, no es probable que los opositores a Chávez se resignen a verle de nuevo en el sillón presidencial cometiendo las mismas tropelías y profiriendo las mismas necedades --aunque esta vez, con sordina--, sobre todo cuando los muertos se cuentan por decenas y los heridos por cientos.

Un gobernante medianamente sensato sabe perfectamente que la democracia es un régimen donde impera la opinión pública, y que no es posible conservar el poder oponiéndose frontalmente a ella, por mucho que esa misma ciudadanía le haya elegido tiempo atrás por una abrumadora mayoría. Existe una legitimidad de origen, que es a la que se aferran Chávez y sus partidarios, y una legitimidad de ejercicio, que éste ha violado repetidas veces. Por ello, el riesgo de guerra civil es evidente, y puede exacerbarse en función de las represalias que Chávez tome contra los líderes de la oposición cívica que le desalojó del poder y de su persistencia en aplicar una constitución que ya no goza del apoyo de la mayoría de los venezolanos. Si Chávez fuera verdaderamente un demócrata, procuraría convocar elecciones presidenciales inmediatamente. Y si el ejército venezolano quiere, de verdad, servir a su patria y evitar más derramamientos de sangre, debería convencer a Chávez de esa necesidad. Desgraciadamente, el concepto de democracia del líder “bolivariano” no es precisamente el de Lincoln, sino el de Castro.

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