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EDITORIAL

Los colgados de Can Masdeu

La forma más perversa de violencia es, quizá, la que se practica bajo una apariencia pacífica. Gandhi pasó a la Historia como una especie de “santo laico”, apóstol de la “no violencia” empleada con fines políticos. Su estrategia para lograr la independencia de La India, bautizada como “resistencia pasiva”, descansaba sobre una premisa fundamental: las naciones civilizadas imponen a sus fuerzas del orden un estricto código de conducta a la hora de reprimir delitos y desórdenes. Y esto es, precisamente, de lo que se aprovechan quienes desean socavar y destruir las instituciones que hacen posible la paz y el progreso. Huelga decir que, cuando han obtenido el poder o la fuerza suficiente, abandonan las estrategias “pacíficas” y no vacilan en emplear la violencia al modo “clásico”, tal y como hizo Nehru, el lugarteniente y sucesor del Mahatma al frente de La India, con la población musulmana.

Los okupas de Can Masdeu, en Barcelona, colgándose de los muros de una vieja masía propiedad del Ayuntamiento, del arzobispado y de la Generalitat, han logrado llamar la atención con un espectáculo de una estudiada teatralidad. Y lo peor de todo: han conseguido salirse con la suya, al convencer a un juez de que los delitos cometidos por medios “no violentos” —sobre todo si son contra la propiedad— pueden quedar impunes cuando los propios delincuentes ponen en peligro su vida voluntariamente, confiando en que las autoridades de un país civilizado —característica que ellos no comparten— no se arriesgarán a causarles daño.

“El derecho a la vida prevalece frente al de la propiedad”, opina Josep Maria Miquel, titular del Juzgado de Instrucción número 4 de Barcelona. Según el informe del médico forense, los jóvenes sufrían “afectación de las constantes vitales”, y “tres de ellos tienen síntomas de hipotermia, estado que puede agravarse rápida y progresivamente por las condiciones climatológicas”. Cuesta creer que el forense diera un diagnóstico tan certero, habida cuenta de que los “enfermos” estaban colgados de la fachada del edificio. Un indicio de que su estado de salud no debía ser tan malo como decía el forense es que uno de ellos afirma que se descolgaron alguna vez para ir a buscar comida. Y una prueba más contundente es que una vez que el juez hubo ordenado el cese del desalojo, los okupas aprovecharon para volver al interior del edificio y celebrar con sus amigos y compañeros la “victoria”.

Quienes intentan justificar o “comprender” de alguna manera la actitud de los okupas con la peregrina excusa de que sólo allanan edificios deshabitados “sin un uso concreto” para dedicarlos a viviendas o convertirlos en “centros sociales” deberían tener muy presente que no se trata de románticos jóvenes excéntricos que demandan viviendas o clubes sociales del ayuntamiento correspondiente —con ser esto ya suficientemente grave—, sino de grupos antisistema fanatizados y bien organizados, con apoyos políticos y ramificaciones en todo el mundo, tal y como se ha podido comprobar en Seattle, en Davos, en Génova y en Barcelona, plenamente integrados en el movimiento antiglobalización. Un grupo de excéntricos descoordinados no logra cortar el tráfico en Barcelona ni organizar un “grupo de solidaridad con Can Masdeu” que proteste frente a la embajada española en Amsterdam.

Nada peor que ser condescendiente con este tipo de conductas —que hacen sonreír nuestros políticos de izquierda, como si se trataran de las travesuras de un hermano menor—. La actitud del juez barcelonés, tan poco comprometida con la responsabilidad de su cargo (no sería del todo descabellado hablar de prevaricación), a buen seguro animará a los okupas a obtener nuevas y más contundentes “victorias”. La próxima vez, quizá le toque el turno a una propiedad auténticamente privada. Aunque, como dice el juez, Miquel, antes está la vida que la propiedad... ¿La vida de quién?, cabría preguntar.

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