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Palo y zanahoria para Castro

Es una suerte para los cubanos y para el mundo libre que Bush tenga las ideas tan claras respecto a Castro; mucho más, paradójicamente, que algunos líderes de la oposición interna cubana como Elizardo Sánchez o Vladimiro Roca, quienes acusan al presidente estadounidense de estar anclado en los esquemas de la guerra fría; aunque, si bien se mira, tampoco están en disposición de expresar abiertamente su hipotético acuerdo con las tesis de Bush.

Un déspota impune con las manos manchadas de sangre como Castro, que consiente mantener a su pueblo en la miseria para controlarlo mejor, no entiende otro lenguaje que el de la fuerza ni otra política que la del palo y la zanahoria. Como muy bien ha dicho Bush, levantar sin condiciones el embargo comercial a Cuba —como solicita el nefasto y ya senil Carter— no ayudará al pueblo cubano, solamente enriquecerá y fortalecerá al tirano y sus cómplices.

Por ello, precisamente, Bush exige la liberación de los presos políticos y la celebración de elecciones libres a la Asamblea Nacional en 2003 para hablar del levantamiento del embargo. En más de cuarenta años de gobierno —si es que se le puede llamar así— Castro ha demostrado hasta la saciedad que cualquier gesto generoso y de buena voluntad que se le dirija desde el exterior lo utiliza y exprime en beneficio y propaganda de su propio poder y el de su camarilla, devolviendo a cambio desplantes, desprecios, insultos y amenazas. Exactamente igual que un matoncete de barrio, cuando recibe visitas, halagos y agasajos, se crece en su despotismo y desprecia a los ingenuos que creen que con diálogo y buenas palabras puede convencerse a alguien cuyas principios supremos son la coacción y la violencia. La norma, más bien, es que quien visita la isla —como ha hecho Carter, y antes que él muchos otros, como Felipe González y, recientemente, Ibarretxe—de la mano del tirano y sin haber adoptado previamente una adecuada profilaxis mental y política, acaba convencido de que Cuba es “el modelo referencial”.

En honor a la verdad, es preciso reconocer que Castro, para mantenerse en el poder durante cuarenta años, ha de tener un extraordinario don para vender mantas y burras viejas. Sin embargo, por mucha pirotecnia verbal y dotes de convicción que posea el tirano caribeño, ya no podrá seguir manteniendo por mucho tiempo un sistema económico que depende, para subalimentar a la población, de los dólares que los cubanos que consiguieron escapar de sus garras envían a sus parientes aún cautivos, del petróleo de Chávez, y de la caridad pública internacional.

Es posible que el nivel de vida de la población cubana se elevara ligeramente con el restablecimiento de relaciones comerciales con EEUU. Pero lo cierto es que la parte del león se la quedaría la nomenclatura del partido, que controla todo el entramado económico de Cuba y deposita el producto de sus rapiñas (en dólares) lejos de la isla, en países donde todavía existe respeto por la propiedad privada. Por ello, y para evitar que a la muerte de Castro se produzca una situación parecida a la de la Rusia de Yeltsin, las reformas políticas deberían ir precedidas de profundas reformas económicas donde se reconociera abiertamente y sin reservas el derecho a la propiedad y la seguridad y estabilidad en su disfrute.

Puede decirse, sin temor a equivocarse, que la democracia económica conduce a la democracia política; España es un claro ejemplo. Sin embargo, la proposición inversa —la democracia política traerá la democracia económica— no es necesariamente correcta, y este es, quizá, el único error que se les puede achacar a los estadounidenses como paladines de la libertad y la democracia en el mundo. Tristemente, lo más probable —como la Historia no se cansa de demostrar— es que la democracia política sin propiedad, sometida a los vaivenes de la demagogia y el oportunismo, degenere en alguna versión del totalitarismo. Y es que no hay que olvidar que la represión de los totalitarismos tiene más que ver con los motivos económicos que con los políticos.

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