La principal causa de la decadencia y colapso de Argentina ha sido, sin duda, el enorme poder que desde hace ya más de sesenta años han disfrutado los sindicatos. La Argentina es, quizá, el mejor ejemplo de lo que le puede suceder a un país próspero cuando deja que sean la demagogia y el chantaje sindical los elementos directores de la política económica.
No es ningún secreto que UGT y CCOO no aspiran tanto a prestar a los trabajadores los servicios que, se supone, deberían prestarles unos sindicatos profesionales, como, por ejemplo, la negociación de los salarios y las condiciones de trabajo, escandalosamente descuidadas cuando no se trata de grandes empresas o de administraciones públicas, donde sus acciones tienen menos repercusión. Las centrales sindicales mayoritarias aspiran a dictar y fiscalizar la política económica del Gobierno sin tener que pasar por las urnas. Puesto que los sindicatos se financian principalmente con cargo a los Presupuestos del Estado, no necesitan ocuparse de cuidar y defender a sus afiliados, por lo que tienen mano libre para ocuparse de la “alta política”.
Y eso es, precisamente, lo que hacen. Ahora bien, si al menos las propuestas sindicales supusieran verdaderos beneficios a medio y largo plazo para los trabajadores, hasta podría darse por bien empleada su irregular incursión en la arena política. Pero propuestas creadoras de empleo como serían la rebaja de las cotizaciones sociales y de las indemnizaciones por despido, así como una gestión racional y adecuada a sus fines —como propone el Gobierno— del subsidio de desempleo son blasfemias para los oídos sindicales, no tanto quizá porque sus líderes no advierten —o no quieren advertir— sus beneficios, sino porque también favorecen a los empresarios. Y UGT y CC OO, como sindicatos “de clase”, no pueden consentirlo.
Como tampoco pueden consentir que el Gobierno haya llevado a cabo una política económica eficaz, que ha reducido la tasa de desempleo en diez puntos porcentuales. Los méritos del Gobierno revelan ante la opinión pública la ineficacia sindical y lo inviable de sus propuestas, algo que pone en peligro su influencia política. Y es precisamente con el objeto de salvaguardarla por lo que UGT y CCOO recurren directamente al chantaje de una huelga general, convocada en una fecha que no deja lugar a dudas respecto de su intención política.
Si a esto unimos la escenificación de la ruptura del diálogo con el Gobierno —a la hora en que se emiten por televisión los informativos de máxima audiencia—, y las simpatías que Zapatero ha expresado para con los convocantes, quedan pocas dudas de que nos encontramos ante una operación de desgaste contra el gobierno del PP, por parte de quienes no desean el poder para poner en práctica un programa de gobierno coherente, sino para ejercerlo sea como sea y caiga quien caiga.
Un gobierno democrático no puede ceder sin más —y esto lo saben perfectamente tanto los sindicatos como el PSOE— ante las amenazas de quienes no han pasado por las urnas. Por ello, es evidente que los sindicatos no han tenido ninguna intención de negociar desde el principio. Lisa y llanamente, querían su huelga; y no estaban dispuestos a dejar que Aznar fuera el único que abandonara La Moncloa sin probar la “fuerza” sindical.
Puesto que la huelga es ya inevitable, sólo queda pedirle al Gobierno que garantice, con toda la energía y los medios posibles, la seguridad y el derecho a trabajar —tan constitucional como el de huelga— de los ciudadanos que el 20 de junio decidan no secundar la huelga —probablemente la gran mayoría— ni atender a las “razones” de los piquetes “informativos”. Sólo así será posible evitar la “argentinización” de nuestra economía.

Sindicatos: la vía argentina

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