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Irrelevancia de la FAO

La ciencia económica y la experiencia nunca se han cansado de demostrar que las claves de la prosperidad son la propiedad privada, el libre comercio y un gobierno limitado cuya principal ocupación sea, precisamente, la de garantizar que se respeta la vida, la libertad y la propiedad. Quizá los ejemplos más elocuentes son los tigres asiáticos como Corea, Singapur, Hong-Kong o Formosa, que en poco más de una generación salieron del Tercer Mundo para ingresar directamente en el Primero.

Sin embargo, y aun a pesar de que el espejismo soviético se desvaneció hace ya más de diez años, los burócratas de la ONU, en su mayoría políticos profesionales —en el peor sentido de la palabra— con sueldos astronómicos libres de impuestos que jamás han estado implicados siquiera indirectamente en la creación de riqueza, siguen insistiendo —como en los años 60 y 70— en diversas variantes de la planificación económica y las ayudas a fondo perdido para paliar la trágica situación de los países del Tercer Mundo, particularmente los del África subsahariana, víctimas de los experimentos que los “expertos” en desarrollo de la ONU recomendaron en décadas pasadas para salir de la pobreza y que personajes como Agostinho Neto en Angola o Mengistu Haile en Etiopía —entre otros muchos—, con la ayuda de Moscú pusieron en práctica concienzudamente, con los resultados de todos conocidos. Pero la culpa de tanto crimen, hambruna y desastres la tienen, según estos “expertos” los países ricos, que extrajeron las riquezas naturales de África en la época colonial y continúan hoy explotándola con tratos comerciales “injustos”.

Desde el punto de vista de los burócratas de la ONU, los países ricos tienen contraída una “deuda moral” con los países pobres, la cual ha de ser saldada con generosas y reiteradas ayudas económicas a fondo perdido, así como también con la condonación de la deuda externa, todo ello, por supuesto, con cargo al bolsillo de los contribuyentes de los países ricos.

Sin embargo, los países más prósperos ya llevan contribuyendo generosamente y a fondo perdido al desarrollo del Tercer Mundo —o, mejor dicho, a la megaburocracia de la ONU y a las ONG “comprometidas”— más de medio siglo, sin que las enormes sumas supuestamente dedicadas a combatir el hambre y la miseria hayan servido para mucho más que para enriquecer a las oligarquías del país de destino que se encargan de “distribuirla” y “canalizarla” hacia la compra de armas con las que sostener sus tiranías, y para que una legión de funcionarios pueda vivir muy holgadamente de “denunciar” la “indiferencia” de los ricos para con los pobres.

Jacques Diouf, director general de la FAO, ha propuesto en la Cumbre contra el Hambre celebrada en Roma una “alianza mundial” contra el hambre y ha pedido 24.000 millones de dólares al año para financiarla, con el objeto de reducir a la mitad los 815 millones de hambrientos en el mundo. Es decir, más de lo mismo. Ninguna mención a las verdaderas causas de que 24.000 personas al día mueran por desnutrición: gobiernos despóticos, inseguridad jurídica, luchas por el poder y políticas económicas desastrosas, como las que está aplicando Mugabe en Zimbabwe, país que pronto necesitará de los “consejos” y las “ayudas” de la ONU.

Tan sólo Berlusconi, anfitrión del evento y bestia negra de la progresía, se atrevió a decir que la clave está en “eliminar las barreras que impiden el acceso al mercado de los países necesitados”. Es decir, la clave está en la globalización, origen de todos los males según la sabiduría convencional socialistoide que destilan los funcionarios de la ONU, cuya única ciencia consiste en exigir a las naciones industrializadas que paguen, callen y les dejen hacer, al tiempo que se permiten pronunciar sermones con pretensiones morales cada vez que, inevitablemente, fracasan sus proyectos. No es extraño que ningún alto dignatario de los países industrializados, salvo Aznar (en representación de la Union Europea) y Berlusconi (porque no le quedaba más remedio), quisiera pasarse por la Cumbre. A nadie le gusta oír reproches mientras le hurgan en la cartera.

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