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EDITORIAL

¿Quo vadis, Zapatero?

En la política, como en la vida, a la larga sólo existe una forma de ganarse el respeto y la credibilidad de la gente: tener las ideas y los principios claros y ser fiel a ellos mientras la realidad o nuestra propia reflexión no nos demuestre que estábamos en un error. No obstante, tanto en la vida como en la política, la tentación de sacrificar la coherencia o la de llevarla hasta el extremo de la contumacia por una ganancia a corto plazo —la mayoría de las veces escasa e ilusoria— está a la orden del día, y es quizá en el mundo de la política donde esa tentación de no ser fiel a uno mismo se manifiesta de un modo más intenso.

José Luis Rodríguez Zapatero, cuando llegó a la secretaría general del PSOE, parecía tener muy claro que deseaba enterrar el viejo estilo felipista de hacer política, basado en la demagogia, la deslealtad, la confrontación, la “crispación” y la corrupción; sustituyéndolo por el diálogo, la responsabilidad, la lealtad a las instituciones y el sentido de Estado. Y dio muestras de ello durante algún tiempo, como prueba la firma del Pacto Antiterrorista con el PP de Aznar.

Pero tener ideas propias e intentar ponerlas en práctica impone unos costes que sólo pueden asumirse cuando las convicciones personales son lo suficientemente sólidas, están hondamente arraigadas y se tiene el necesario desapego al poder. Zapatero quiso liquidar a la “vieja guardia” felipista, pero no contó —probablemente, en su ingenuidad, no lo consideró necesario— con que los editoriales de El País y los informativos de la SER y Canal Plus iban a ser las trincheras y los parapetos desde los que González y Cebrián —molestos por la llegada al liderato del PSOE de un advenedizo extraño a su círculo de poder e intereses creados— iban a sembrar su camino de “minas antipersona”. Tras una breve vacilación, Zapatero se entregó con armas y bagajes a sus enemigos de dentro del PSOE con tal de conservar la secretaría general, dejando caer a Nicolás Redondo Terreros como señal inequívoca de su retorno al redil delimitado por las columnas editoriales de El Paísy las campañas de acoso al Gobierno procedentes del grupo PRISA.

Una vez que se abdica —sin la consiguiente evolución intelectual— de las convicciones que inspiran los actos, las declaraciones y las políticas, se deja de ser independiente para convertirse en un mero instrumento ejecutor de quienes sí tienen objetivos muy claros.

Y esto es lo que le ha ocurrido a Zapatero: de líder del PSOE y candidato a La Moncloa ha pasado a ser un mero apéndice de quienes mueven los hilos en el PSOE, y a quienes no les importa en absoluto —es más, lo buscan con ahínco— el holocausto político del leonés en el fuego de la incoherencia y el desprestigio. El antiguo aspirante a estadista responsable, preocupado por los intereses de España, se ha convertido —por imperativo de los intereses de Polanco, González y Cebrián— en correa de transmisión del chantaje sindical subvencionado, al que no le importa el deterioro de la imagen de España ante el mundo ni con tal de tumbar a un Gobierno sin pasar por las urnas.

La principal consecuencia de la renuncia de Zapatero a sus convicciones es la imposibilidad de articular un proyecto político sólido y creíble. La dependencia ideológica de los editoriales y consignas de El País no sustituye, en modo alguno, la necesaria labor constructiva que implica elaborar una alternativa al PP, la cual pasa por estudiar y analizar a fondo la realidad de la política española y europea.

La sociedad española, como ha quedado de manifiesto en el estrepitoso fracaso de la huelga general, ya no es sensible a la demagogia de cortos vuelos en que se ha embarcado el actual líder del PSOE. De sabios es rectificar, y Zapatero debería empezar por aceptar lo evidente: su apuesta por la agitación callejera ha fracasado, y la presidencia española de la Unión Europea, sin ser apoteósica, puede calificarse de moderado éxito para nuestro país. Habida cuenta del escaso margen de maniobra que la lentitud de las instituciones europeas y las reticencias de los estados miembros imponen al desarrollo de políticas comunes, el compromiso de una necesaria política de inmigración común que responda a la necesidades de Europa, así como también el fortalecimiento de la alianza contra el terrorismo, son motivos suficientes para estar razonablemente satisfechos.

Oponer enmiendas a la totalidad, como hace Zapatero, a la gestión europea del Gobierno y optar por la contumacia en lo tocante a la reforma del subsidio de desempleo es el camino más seguro hacia el desprestigio ante la opinión pública. Los ciudadanos no votan consignas o eslóganes, sino programas de gobierno. Y Zapatero, de momento, sólo cuenta con un repertorio de frases rimbombantes... pero vacías de contenido.

En España

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