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Julio Cirino

No sólo pobres, también corruptos

Peter Eigen, Presidente de Transparency International:

"En la Argentina, primero en la gestión del presidente Menem (Carlos) y luego bajo el presidente De la Rúa (Fernando) el Estado parece haber sino capturado por una red de líderes que lo mal utilizan a su servicio. Esa es la razón por la que la crisis económica y social ingresó en una espiral ascendente hasta quedar fuera de control..."


Anualmente desde 1993, Transparency International viene dando a conocer su informe respecto de la corrupción a nivel mundial. En su escala, 10 significa que el país es honesto y 1 que está plagado de corrupción; los 2,8 puntos que obtuvo Argentina son su peor puntuación desde que se publica la encuesta.

Mientras el tope de la lista con un rango de 9 puntos lo encabezan Finlandia (9,7); Dinamarca (9,5) y Nueva Zelanda (9,5); los países de la Unión Europea como Alemania (7,3); España (7,1) o Bélgica (7,1) ocupan el tercio superior; mientras que Paraguay (1,7); Nigeria (1,6) y Bangladesh (1,2) cierran la lista como los tres países más corruptos del planeta.

Argentina cayó, respecto del informa anterior, del puesto número 57 al actual 70, y esto durante el año de gobierno de Fernando De la Rúa y su Alianza.

El informe no abarca las convulsiones posteriores al 20 de Diciembre de 2001, ni el período de transición al actual gobierno de Eduardo Duhalde, y su contenido no sorprendió a ningún observador de la realidad local.

Si bien el informe no tiene la pretensión de ser un trabajo científico, o una prueba para ser presentada en los estrados judiciales, es uno de los parámetros normalmente tomados en cuenta por potenciales inversores antes de invertir en una región o país en particular. El índice es la resultante de encuestas y entrevistas a empresarios y analistas políticos de diversos países y se focaliza en la conducta pública de los funcionarios.

En Argentina, fue Carlos Menem el que, apenas llegado al poder (1989), declaró a la corrupción como “traición a la patria”, pero no hubo condenado alguno, y él mismo se encuentra actualmente bajo investigación.

En 1997 creó la Oficina Nacional de Ética Pública, que obligó a los funcionarios a dar a conocer sus patrimonios, pero el propio presidente omitiría en su declaración una cuenta en Suiza con 600.000 dólares de saldo, mientras que su secretario privado dejaba de declarar otra correspondiente a una empresa radicada en un paraíso fiscal con un balance cercano a los 10 millones de dólares.

A comienzos de 2000, Fernando De la Rúa creó la Oficina anticorrupción, pero la colocó bajo dependencia directa del Poder Ejecutivo Nacional para asegurarse su inocuidad. Así y todo, la oficina presentó ante la justicia 500 denuncias. No hubo ni una condena y ninguna fue desestimada, simplemente se las ignoró.

Entre las claves para entender el problema de la corrupción en este país está la aceptación social del fenómeno. Hasta el uso del lenguaje revela que, lo que en otros países del mundo es simplemente un delito, acá se considera “una avivada”. Lejos de atraer una actitud de repulsa y condena por parte de la sociedad, logra una especie de complicidad admirativa hacia el “vivo” que logró perpetrar un fraude; del mismo modo la condena social se dirige hacia quien denuncia un acto de corrupción, acción que recibe todo tipo de epítetos reprobatorios.

El segundo aspecto es la noción, encarnada en la clase política, de que los bienes del Estado son como bienes vacantes, no pertenecen a nadie y por tanto no hay problema en apropiarse de ellos.

En tercer lugar, la actitud de los medios masivos hacia los “ricos y famosos”, que inculca en los más jóvenes la noción que lo importante es hacer dinero y rápido sin que el cómo tenga relevancia, contribuye a desvalorizar el sentido de trabajo y honestidad.

Finalmente, la noción gestada a lo largo de los años de que nada puede hacerse, de que “así son las cosas”, llevó a un fatalismo resignado que se manifiesta en la forma casi automática con la que un elevadísimo porcentaje de argentinos paga la corrupción institucional (ahora bautizada como “peaje”) como parte de los costos ocultos de tener un negocio abierto o relacionarse con el Estado de alguna manera.

El absoluto desinterés de la Justicia en procesar estas causas, la falta de condenas y la lentitud en los procesos da derecho a sospechar que la transparencia de buena parte del poder judicial es nada más que un reflejo de la del resto de las instituciones. Así, la simbiosis entre las elites políticas y la judicatura hace naufragar cualquier intento serio de reducir los niveles de corrupción.

Ante este panorama no hay una respuesta con validez universal y, lamentablemente, en países con una mentalidad como la nuestra, las soluciones “desde abajo” se agotan en protestas dispersas vistas con absoluta indiferencia por parte de los poderes políticos. En vísperas de una teórica renovación de liderazgos, queda flotando el interrogante de cómo se logra que la corrupción no se perpetúe en el poder...

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