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Garzón, al quite

Quizá el error más grave de la Transición, y que más prolongadas consecuencias ha tenido en la vida política y en la sociedad española, ha sido la imposición como dogma de corrección política por parte de la izquierda –con la absoluta pasividad de la derecha– de esa tácita condescendencia para con todos los excesos de los nacionalismos en contraprestación por una supuesta nómina de agravios –la gran mayoría imaginarios o compartidos también por el resto de los españoles– cometidos por el régimen anterior contra las “nacionalidades históricas”. Durante veinticinco años, los nacionalistas vascos y catalanes han exigido y obtenido, apoyados en ese absurdo complejo de culpa que tan admirablemente han explotado, una especie inmunidad para con todos los aspectos de sus políticas que colisionaran abiertamente, no sólo con las prescripciones constitucionales en materia de unidad nacional, educación, idioma o símbolos oficiales, sino también con determinados aspectos del Código Penal.

Causa pasmo que haya tenido que transcurrir una generación más un millar largo de asesinatos para que se empleen a fondo unos recursos legales que la Constitución y las leyes ordinarias ya ponían a disposición de los poderes del Estado hace cinco lustros para extirpar el absceso batasuno de la vida política española, librándola de políticos terroristas, de terroristas-políticos o de terroristas a secas. Con todo, el juez Garzón, así como la Fiscalía de la Audiencia Nacional y la Fiscalía General del Estado, han reunido, tras años de paciente trabajo, una abrumadora lista de elementos de prueba que acreditan la unidad de dirección, acción y propósito de ETA y HB-EH-Batasuna, más que suficientes para suspender radicalmente sus actividades y perseguir su eliminación como fuerza política, tanto por la vía penal –Garzón–, como por la contencioso-administrativa, inaugurada con la nueva ley de partidos.

Los largos años de intangibilidad de los que han disfrutado los nacionalistas vascos han embotado su juicio. Todavía creen que, como en los años ochenta, siguen gozando de esa inmunidad tácita respecto de la ley y de los poderes del estado que les permitía retorcer sus preceptos y resoluciones hasta que alcanzaran la forma por ellos deseada sin que nadie rechistara. Una buena prueba de ello es que, después de haber suspendido el juez Garzón todas las actividades de Batasuna, sin excepciones ni subterfugios, el consejero de Interior vasco, Javier Balza –el mismo que manifestó que el Gobierno debía “compensar” a ETA por la detención en Francia de varios miembros de la banda durante la tregua-trampa y que hizo la vista gorda en el asunto de la kale borroka en el anterior gobierno de Ibarretxe– autorizó el pasado domingo en San Sebastián una manifestación de los proetarras en protesta por el auto de suspensión de Garzón. Asimismo, había autorizado otras dos manifestaciones del mismo tenor los días 7 y 8 de septiembre, que juzgó oportuno permitir por haber sido convocadas por un particular.

Para impedirlas, ha sido necesario que el juez Garzón entre al quite dictando expresamente una providencia donde deja bien claro el carácter no lícito, manifestado previamente en su auto, “de cualquier manifestación, ya sea convocada corporativamente, personal, pública o privadamente, y que de hecho se refiera a HB-EH-Batasuna, cuyas actividades han quedado suspendidas”.

Aunque Balza haya anulado, a instancias de Garzón, la autorización de las manifestaciones, si esta es la medida de lealtad institucional y de respeto por la ley que son capaces de ofrecer los nacionalistas “democráticos” –qué será de sus aliados en la sombra, los nacionalistas “no democráticos–, ésta no será la última providencia que tenga que dictar el magistrado de la Audiencia Nacional. No cabe duda de que el gobierno de Ibarretxe se lo va a poner todo lo difícil que pueda.

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