El secretismo y la sorpresa en el nombramiento de cargos que tanto ha cultivado Aznar desde que se hizo cargo del PP, así como la distancia que procurado mantener respecto de sus colaboradores, fueron probablemente necesarios cuando tuvo que acometer la reestructuración del partido para convertirlo, primero, en alternativa de Gobierno; y después, en un bloque cohesionado en el que no se cuestionara desde dentro su liderazgo en la labor de gobierno. Aznar ha tenido siempre muy presente cómo la UCD se descompuso desde dentro a causa de las luchas intestinas por el poder, lo que trajo como consecuencia la anulación política del centro-derecha durante más de una década.
Sin embargo, el exceso de poder personal y la desconfianza permanente hacia los colaboradores hacen aflorar siempre los vicios del poder absoluto: el líder acaba rodeado por una corte de aduladores pendientes de su medro personal e incapaces de criticar las “sapientísimas” decisiones de aquel de quien dependen.
En un ambiente así, y habida cuenta de que nunca nadie es tan sabio como para no necesitar nunca de consejo o asesoramiento, se hace necesaria la figura de un consejero y hombre de confianza en la sombra, apartado de las luchas por el poder, en quien se busca asesoramiento imparcial. En la Antigüedad, esta labor la “cumplían” los augures y los arúspices, quienes mediante el vuelo de las aves o las vísceras de animales sacrificados instruían a los poderosos sobre lo que el futuro les reservaba. En la Edad Media, su lugar lo ocuparon los astrólogos, quienes se ocupaban de hacer coincidir los designios de los astros, bien con los deseos de sus patrones, o bien con sus propios intereses. Hoy día, el lugar de los astrólogos lo han ocupado los sociólogos, cuyas herramientas de trabajo son mucho más sofisticadas, aunque su poder predictivo real no va mucho más allá que el de los intestinos de las aves o las líneas y circunferencias de los astrólogos, lo que las hace casi igualmente manipulables al gusto del que las maneja e interpreta.
Arriola, uno de esos modernos arúspices o astrólogos, lleva asesorando a Aznar desde 1990, después de trabajar anteriormente para la UGT y para la CEOE. Convertido en el hombre de confianza de Aznar (hay quienes aseguran que sus primeros discursos pasaron por el filtro sociológico del asesor sevillano), la sombra de Arriola ha estado probablemente detrás de todas las decisiones importantes del gobierno de Aznar, como, por ejemplo, la negociación con ETA. A la sombra del poder, y no tanto por lo atinado de sus augurios, sino por compartirlos con otros poderosos que desean saber cómo va a actuar el Gobierno en el futuro –estas sí son predicciones eficaces y valiosas– Arriola ha amasado una considerable fortuna (Villalonga, entre otros muchos, en Telefónica, le pagaba entre 50 y 100 millones al año por sus consejos).
Y a ningún otro podía encargar Aznar la indagación de las miserias privadas de los candidatos a la sucesión, con el objeto de hacer una elección segura y sin riesgos. Es precisa una enorme dosis de ingenuidad para creer las versiones oficiales sobre el robo en el chalet de Arriola, que tardó dos días en ser denunciado (y no por el interesado) y cuya publicación intentaron impedir, sin éxito, los círculos monclovitas. Excluyendo la primera versión del robo de la colección de plumas, fabricada sobre la marcha para echar balones fuera, queda la versión de la información confidencial sobre las negociaciones con ETA (que la banda ya hizo públicas cuando dio por terminada la “tregua”), sobre las relaciones del Gobierno con Telefónica en la época de Villalonga (que éste ya poseía antes del robo), o acerca de encuestas de popularidad de los candidatos a la sucesión (de las que los diarios publican de cuando en cuando).
Pero aparte de que estas informaciones son casi del dominio público, está el hecho de que la policía trabaja con la hipótesis, según informó ABC, de que los ladrones eran auténticos profesionales que conocían los secretos del espionaje industrial y las técnicas más modernas en materia de seguridad, habida cuenta de la limpieza con que ejecutaron el robo y vaciaron la información contenida en los ordenadores. Como dijo Arriola, “no van a por mí, sino por otro a través de mí”. Y probablemente, no merece la pena organizar un robo de película de James Bond para obtener informaciones sobre Villalonga (ya apartado de la escena político-empresarial) o sobre las negociaciones con ETA, de las que ya se sabe lo esencial.
Sólo en el marco de la pelea sucesoria puede entenderse el interés por escudriñar los archivos de Arriola, que a buen seguro contienen información comprometedora acerca de los candidatos a la sucesión encargada por Aznar a su hombre de confianza. Nada de esto hubiera ocurrido si Aznar hubiera convocado a su debido tiempo (una vez que dejó claro que no repetiría candidatura) un congreso extraordinario para designar a su sucesor. Cuando los medios de comunicación empiecen a filtrar el contenido de los informes o a especular sobre ellos, tendrá ocasión de comprobar la magnitud de su error y las perversas consecuencias del poder absoluto y la desconfianza sistemática, no muy diferentes a las que acabaron con una UCD sumida en la anarquía.

Arriola o los infortunios de la sucesión

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