Del mismo modo que la prioridad de cualquier ser vivo sano es conservar y defender su propia existencia, el mejor indicador de la salud moral y política de una sociedad es su voluntad de hacer frente con firmeza y cohesión a las agresiones o las amenazas de sus enemigos. Y al contrario, los síntomas que mejor diagnostican la decadencia política y moral son, en primer lugar, la dificultad para identificar las amenazas y los enemigos; y en segundo lugar, la indiferencia y la falta de voluntad para combatirlos.
El mundo occidental, una vez superada la amenaza soviética, se enfrenta ahora a otra amenaza, el terrorismo, quizá menos formidable que la que suponían la URSS y sus satélites, pero que afecta a la vida diaria y cotidiana de las personas de una forma mucho más directa y ante la que, básicamente, sólo cabe adoptar dos actitudes: esperar al próximo atentado o intentar neutralizar a los terroristas antes de que puedan perpetrar sus masacres.
La decadente Europa, después de dos devastadoras guerras mundiales, no ha vuelto a responsabilizarse de su propia defensa, cargando con esa tarea a los EEUU, que hasta ahora la han protegido mientras sus líderes e intelectuales, en agradecimiento, jugaban al pacifismo suicida sin escatimar acusaciones de imperialismo a sus protectores. Y lo siguen haciendo respecto de la amenaza terrorista, pensando que, como en la guerra fría, basta con hacer un guiño de vez en cuando al enemigo y esconder la cabeza bajo tierra para librarse de todo mal mientras otros asumen la responsabilidad de resistir y de combatir.
En EEUU, sin embargo, las cosas son diferentes. La abrumadora victoria del Partido Republicano de Bush en las elecciones al Congreso demuestra que los norteamericanos, al contrario que los europeos, saben que dependen de sí mismos para garantizar su propia seguridad y que nadie vendrá a salvarles del odio irracional que profesan los fanáticos del Corán --que se emboscan y entrenan en los países que Bush ha llamado con todo acierto el “eje del mal"-- a todos los occidentales sin excepción.
Es por esta razón por lo que, a pesar de la mala situación económica en EEUU (ha reaparecido el déficit público, el crecimiento se ha estancado, el paro ha aumentado y el déficit comercial se ha incrementado) y de algunas incursiones en políticas mercantilistas e intervencionistas (como los aranceles al acero, la agricultura y la madera, así como el exceso de celo en la persecución de los fraudes empresariales), George W. Bush es probablemente el presidente más popular desde Eisenhower, lo que le ha permitido asegurar la legitimidad de origen que muchos le escatimaban por su ajustadísima victoria sobre Al Gore. Con mayoría absoluta en el Congreso y en el Senado (algo inédito desde 1882), Bush podrá llevar a término, además de la reducción de impuestos para reactivar la economía, las otras dos prioridades de su agenda, que hasta ahora también habían sido bloqueadas por la mayoría demócrata en el Senado: el ataque a Irak (para el que, apenas conocidos los resultados de las elecciones, ya se han ordenado los primeros preparativos, como la destrucción de sistemas antiaéreos iraquíes) y la creación de un Ministerio de la Seguridad Interior que reúna bajo un solo mando las actividades antiterroristas de las distintas agencias de seguridad norteamericanas (FBI, CIA, Policía de Fronteras, etc.), con el objeto de paliar las deficiencias que permitieron que los preparativos de los terroristas para el 11-S pasaran inadvertidos ante sus ojos.
Quienes tachan a Bush de zafio vaquero, de loco militarista (que son, principalmente, quienes de un modo necio se creen inmunes a la amenaza terrorista o piensan que todo puede resolverse con un poco de “diálogo”) o incluso de enemigo de las libertades individuales, tendrán que extender ahora sus dicterios a la mayoría de norteamericanos que ha apoyado su política en las urnas y que no quiere convivir con la incertidumbre de si, un día, ellos o sus seres queridos saltarán por los aires porque algún chiflado coránico se haya tomado en serio el exterminio de los “infieles”.
En la envilecida Europa, que ha visto y producido tantos horrores, puede que un atentado como el de las Torres Gemelas sea un asunto menor, un motivo insuficiente como para emprender una guerra contra los terroristas y los países que los apoyan. Para los estadounidenses, que no conocen los horrores de la guerra en su propio territorio desde hace casi 140 años, se trata de algo espantoso que no están dispuestos a padecer de nuevo en nombre de la "paz" y el "diálogo". Y en eso demuestran que todavía no les ha alcanzado la gangrena moral europea.

EEUU: sano patriotismo

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