Desde el momento en que José María Aznar dejó claro que no sería candidato por tercera vez a la presidencia del Gobierno, el terror a cometer errores, a incurrir en situaciones conflictivas o simplemente a contrariar al jefe supremo –cuyo dedo designará a su sucesor “cuando toque”– ha atenazado a todos los miembros del Ejecutivo con posibilidades sucesorias.
Ni qué decir tiene que es casi imposible llevar a cabo una gestión eficaz cuando el temor a cometer errores preside todas las decisiones a tomar. La tarea de gobierno, probablemente más que ninguna otra tarea de gestión, exige tomar decisiones y calcular riesgos, de tal forma que el curso de acción que se emprenda –aunque después los hechos demuestren que éste era equivocado– pueda defenderse con argumentos sólidos y desde el primer momento ante el tribunal de la opinión pública. Y la premisa básica para ello es no ocultar jamás los hechos, por graves que éstos sean, ni minimizar su importancia.
Es difícil concebir un desenlace más negativo de la tragedia del Prestige. Prácticamente toda la costa gallega ha quedado impregnada de fuel en tres sucesivas mareas negras. La contaminación afecta ya a numerosos puntos de la cornisa cantábrica y amenaza con llegar hasta Francia. Y lo que es peor, los restos del petrolero, hundidos a más de 3.500 metros de profundidad, aún siguen emitiendo fuel a la superficie; sin que por el momento se sepa si éste acabará por solidificarse antes de que el casco del Prestige, sometido a una brutal presión (unos 350 kg. por centímetro cuadrado), ceda y libere las 50.000 toneladas que aún albergan sus tanques.
El Gobierno se siente culpable –muchos aseguran que la opción de alejar el barco, quitárselo de encima, era la peor de todas, que hubiera sido preferible anclar el petrolero en una ría o vararlo en alguna playa, decisiones que no se tomaron por miedo, quizá, a cometer un error– y procurado ocultar la gravedad y las consecuencias del accidente hasta que la realidad de los hechos ha impuesto su cruel lógica. Ese deseo de evitar la polémica y la conflictividad, de privar de munición dialéctica a la oposición, ha sido altamente contraproducente, sobre todo en lo que se refiere a la coordinación y la dotación de medios para las tareas de limpieza y protección; además de perjudicar enormemente la credibilidad del Gobierno y de la Xunta. Hasta el fin de semana pasado era frecuente oír dos versiones distintas de los hechos: la del Gobierno y la de la Xunta. Mientras que el primero no se cansaba de repetir que todo se había hecho bien, que no hacían falta más voluntarios o que los medios eran adecuados y suficientes, la segunda, por boca de Manuel Fraga, reconocía que hay cosas que se habían hecho mal, pidiendo disculpas por ello.
Afortunadamente, como debería haberse hecho hace mucho tiempo, ya existe una dirección única en todo lo relativo a la catástrofe del Prestige, y las tareas de limpieza ya tienen coordinador. Ya sólo queda que el presidente del Gobierno, José María Aznar, visite Galicia cuando ésta vive una de las calamidades más grandes de su historia y, sobre todo, cuando ya lo ha hecho el rey. Aznar anunció que no visitaría Galicia hasta que no dispusiera de un plan detallado con todas las soluciones que su Gobierno pretende aplicar, dejando patente que no le interesa “sacarse la foto” y hacer demagogia. Sin embargo, elaborar un plan detallado cuando el Gobierno es superado sistemáticamente por los acontecimientos puede llevar mucho tiempo. Y no es necesario llevar bajo el brazo una batería de medidas para consolar y dar esperanzas a una población indignada que empieza a desesperarse por la maldición que parece cebarse con ellos. Gerhard Schroeder visitó inmediatamente las zonas afectadas por las inundaciones sin hacer discursos sobre medidas concretas. Únicamente anunció medidas de carácter general (como las ayudas a los damnificados) y transmitió la seguridad de que para su Gobierno, la cuestión era de máxima prioridad. Y no hay que olvidar que esa actitud, pese a los grandes y graves errores cometidos en el área económica, decidió prácticamente las elecciones alemanas.
No hay por qué dudar de que el Gobierno de Aznar se preocupa intensamente por paliar los efectos de la catástrofe del Prestige. Sin embargo –como ha ocurrido con la sucesión–, da la impresión de que Aznar no desea desdecirse por puro prurito de orgullo o por miedo a perder la autoridad férrea con la que gobierna su partido.

Mareas y resacas del Prestige

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