Bush II se prepara para la guerra contra sus propios demonios familiares, que se llaman ‘situación económica’ y Sadam Hussein.
Estados Unidos, o, mejor dicho, el presidente Bush, sigue empeñado en la lucha contra el terrorismo internacional, y su estrategia pasa necesariamente por el derrocamiento de Sadam Hussein y la instauración en Irak de un régimen más abierto y más pro-occidental. La guerra, sin embargo, no puede llevarse a cabo con una economía débil, que no acaba de remontar el vuelo, porque el primer efecto del conflicto bélico que se presume para el próximo año sería un duro golpe al crecimiento del PIB en forma de subida del precio del petróleo y de hundimiento de las expectativas y de los mercados financieros.
Afrontar en 2004 unas elecciones con una actividad productiva sin pulso tampoco es plausible. George W. ha aprendido perfectamente aquello de “¡La economía, estupido!” que, en su momento, le dijo el Wall Street Journal a su padre cuando ocupaba el despacho oval de la Casa Blanca. La economía le hizo perder las elecciones a Bush I y Bush II no quiere sufrir una derrota en las urnas por esta causa.
El presidente norteamericano, por tanto, necesita una economía tonificada, que recobre músculo, para afrontar dos desafíos personales: los exorcismos de los fantasmas de Sadam Hussein y de la derrota electoral de su padre. Pero no puede hacerlo con un secretario del Tesoro, Paul O’Neill, que se ha demostrado incapaz de sacar a la economía norteamericana de la crisis en la que se haya inmersa, a pesar de haber contado con la ayuda incondicional e inestimable del todopoderoso y siempre inteligente presidente de la Reserva Federal, Alan Greenspan. O’Neill, el Rodrigo Rato estadounidense, no sólo no ha sido capaz de enderezar las cosas sino que su mandato se ha caracterizado por los enfrentamientos permanentes con Bush II, por el distanciamiento abierto respecto de la política económica del presidente, sobre todo sus posiciones en contra de los recortes de impuestos, y por las declaraciones que han hecho temblar a los mercados en lugar de impulsarlos.
Por supuesto, el dimitido, o cesado, secretario del Tesoro, ha tenido sus méritos. Su actuación tras los atentados del 11-S fue fundamental para evitar tanto el hundimiento de la bolsa como el desplome de la confianza de los consumidores y supo ver perfectamente que una de las mejores armas para combatir el terrorismo internacional, que alimenta sus filas de la desesperanza del Tercer Mundo, era la extensión de los beneficios de la globalización y de la liberalización del comercio internacional a todo el planeta, como trató de hacer en la Cumbre de Doha. Estos logros son muy importantes, pero no lo suficiente para compensar sus errores. Y es que O’Neill no ha sabido estar a la altura de Lloyd Bensten, Robert Rubin y Larry Summers, sus predecesores en el cargo durante la Administración Clinton que tan brillante trabajo realizaron.
George W. Bush necesitaba, por tanto, alguien de más empaque, con quien pueda entenderse mejor. Y el elegido ha sido John Snow, un republicano de toda la vida, hasta ahora presidente de la empresa ferroviaria CSX, que tiene muy claro que su principal misión es “construir y mantener una situación económica global estable al mismo tiempo que combatimos la guerra contra el terrorismo”, en sus propias palabras.
Que Snow sea la persona adecuada para el lugar y el momento se verá con el transcurso del tiempo. De momento, su nombramiento no ha sido recibido con alborozo por los mercados, sino todo lo contrario, puesto que aún no conocen su programa económico y, por tanto, no saben a qué atenerse. En cualquier caso, el relevo constituye el inicio de un cambio necesario para que la economía estadounidense salga de sus dificultades actuales, la clave para que Bush II pueda librarse de sus fantasmas familiares.

Los demonios familiares de Bush II

En Portada
Servicios
- Radarbot
- Curso
- Inversión
- Securitas
- Buena Vida
- Reloj Durcal