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Francia y Alemania contra la Alianza Atlántica

No es en absoluto exagerado afirmar que Europa Occidental debe su libertad y prosperidad a la alianza político-militar que la ha defendido durante cuarenta años, entre 1949 y 1989, del totalitarismo comunista. La OTAN, impulsada por los EEUU para proteger la parte de Europa que pudo salvarse de las garras de Stalin –por culpa, principalmente, de la ingenuidad de F.D. Roosevelt y de la mala fe de sus asesores, muchos de ellos infiltrados comunistas–, ha sido tan eficaz y silenciosa en su cometido –eminentemente disuasorio– que una buena parte de los europeos ha llegado a pensar que la Alianza Atlántica es una odiosa e innecesaria concesión a los supuestos afanes belicistas e imperialistas de EEUU.

Probablemente las naciones que más beneficios han obtenido de la existencia de esa alianza militar han sido Francia y Alemania. Integradas en la misma organización defensiva y, posteriormente y a resultas de ello, en la misma organización político-económica, pusieron fin a su larga historia de desencuentros y de enfrentamientos bélicos que han marcado la historia de Europa, culminando en dos guerras mundiales que señalaron el fin de la hegemonía europea en el mundo y destruyeron buena parte de su refinada civilización. A ello hay que añadir que Francia, con uno de los partidos comunistas más fuertes del bloque occidental (sólo el italiano le superaba en fuerza) y Alemania eran junto con Italia, Grecia y Turquía las naciones más amenazadas por el imperialismo soviético. Especialmente Alemania, cuya parte occidental se hallaba bajo la constante amenaza de una invasión del Pacto de Varsovia.

La lección más elocuente en los más de cincuenta años de existencia de la OTAN ha sido confirmar aquel viejo aforismo latino que dice que si se quiere la paz se ha de preparar la guerra. Un claro ejemplo de lo que habría sucedido en Europa si no hubiera existido la Alianza Atlántica, y la presencia permanente del ejército y los misiles norteamericanos, es el lejano Oriente. China, Corea del Norte, Vietnam, Laos y Camboya cayeron bajo la órbita comunista aun a pesar de los esfuerzos de los norteamericanos, que no pudieron influir desde el principio (como en Japón y Filipinas) en la constitución de gobiernos favorables a la causa occidental.

Por todo ello, la oposición de Chirac y Schroeder a la reanudación de hostilidades contra Irak, y especialmente la negativa, expresada el lunes, de Francia, Alemania y Bélgica a preparar la defensa de Turquía –veterano miembro de la OTAN y fiel aliado de Occidente, que ayudó a contener el expansionismo soviético por el Mediterráneo y Oriente Medio– ante un eventual ataque de Sadam Husein, además de constituir un grave acto de ceguera política –como ya hemos venido señalando– es una flagrante muestra de insolidaridad e ingratitud para con los aliados y un peligroso precedente para la unidad y estabilidad futura de la OTAN, que tanto ha contribuido a la paz y la seguridad mundial y que sigue siendo necesaria para estos fines, especialmente en lo que concierne a la guerra contra el terrorismo.

Para los tiranos y enemigos de Occidente, entre los que se encuentra Sadam Husein, nada sería más grato que se rompiera la Alianza Atlántica, que el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas quedara bloqueado y que EEUU renunciara a la defensa activa de la libertad y la seguridad en el mundo. Retornaríamos a los violentos años 30 del siglo pasado, cuando se fraguaron las desgracias que afligieron al mundo, precisamente por la falta de voluntad de combatirlas enérgicamente cuando aún era tiempo para ello.

La tradicional mezquindad de Francia en materia de política exterior –que hoy se traduciría, según el líder de la oposición iraquí, en la conservación de los contratos petrolíferos ilegales que mantiene con el régimen de Sadam Hussein, cuyo partido único está hermanado con el de Chirac– la demagogia de Schroeder –que prefiere sacrificar la seguridad internacional y abandonar a un aliado por un puñado de votos en su país– y el histérico antiamericanismo de Joshka Fisher, –ex activista ecologista deseoso de vengarse de Bush por no haber firmado el protocolo de Kioto– pueden dar al traste con el consenso occidental en materia de seguridad mundial que ha hecho posible la paz y la prosperidad de los últimos cincuenta años. Aún están a tiempo de recapacitar

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