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Colombia, el otro frente

El intento más serio para acabar con las FARC –la lacra terrorista más antigua de Iberoamérica que lleva casi cuarenta años intentando acabar con la democracia en Colombia e imponer la dictadura comunista– lo ha protagonizado el actual presidente colombiano, Álvaro Uribe. El respaldo obtenido por Uribe el pasado mayo (un 53% de los votos) ha crecido enormemente (hasta el 74% en noviembre) como resultado de su gestión. La guerra sin cuartel por él emprendida contra la corrupción administrativa, el despilfarro presupuestario, la infiltración de los insurgentes en la administración del Estado y en la Justicia y, sobre todo, contra los terroristas de las FARC, ha empezado a dar algunos resultados.

El referéndum de reforma constitucional –apoyado por las fuerzas políticas mayoritarias– que, probablemente, se celebrará el próximo mayo, tiene como objetivo combatir la corrupción e imponer la austeridad en las finanzas públicas. Algo especialmente necesario en un país azotado por la crisis económica y por la inflación que debe hacer frente a una guerra contra la (mal llamada) guerrilla más poderosa y mejor pertrechada de las que han ensangrentado Iberoamérica. Ni qué decir tiene que las organizaciones pantalla de los insurgentes, así como sus simpatizantes, hacen campaña por la abstención –para que el referéndum sea válido es preciso que vote una cuarta parte del electorado, aproximadamente 6 millones–, comparando el referéndum con los plebiscitos de Hitler.

La reanudación de la guerra en la tristemente famosa “zona de exclusión” entregada por Pastrana a los terroristas ha privado a Tirofijo de su santuario y ha asestado un duro golpe a una de sus principales fuentes de ingresos, los cultivos de coca y adormideras que allí proliferaban a la sombra de los fusiles de las FARC. Asimismo, la intensificación de las operaciones militares –que durante la era Pastrana se limitaban a repeler los ataques de los terroristas– ha obligado a las FARC a fijar su retaguardia y refugio –con el beneplácito de Chávez– en Venezuela, por lo que los secuestros y asesinatos se han reducido considerablemente, ya que los terroristas deben ahora emplear sus energías en huir del ejército colombiano.

Los terroristas de las FARC, conscientes de la popularidad de Uribe –que ha emprendido campaña diplomática para convencer a sus vecinos (Venezuela, Brasil, Ecuador y Perú) de que declaren a las FARC como organización terrorista para que le sean aplicadas las disposiciones de la Resolución 1373 de la ONU y la Convención Interamericana contra el terrorismo–, de la unidad de propósito de la gran mayoría de los colombianos para acabar de una vez con esta lacra y de que no pueden ganar en una guerra abierta contra el gobierno legítimo de Colombia si no es con el concurso de la pusilanimidad de un Pastrana –quien, por cierto, es uno de los fichajes “estrella” para la nueva FAES de Aznar–, intentan crear un estado de pánico con masacres como la del pasado viernes 7 en el Club Social “El Nogal”, al norte de Bogota –donde murieron 35 personas y 160 resultaron heridas– para forzar de nuevo el “diálogo”. O bien asesinar a quien ha conseguido devolver al pueblo colombiano la esperanza. La casa-bomba en el aeropuerto de Neivas –detonada el viernes por los terroristas en el momento en que la policía la descubrió y que ya ha causado 18 muertos– tenía como objeto derribar el avión del presidente, que había anunciado su visita para el sábado.

Todo apunta a que las FARC han recibido asesoramiento y entrenamiento de la ETA y del IRA en tácticas de guerrilla urbana y en el manejo de explosivos, y que Tirofijo está dispuesto a hacer uso de esos conocimientos para seguir cometiendo masacres que hagan vacilar a los colombianos en su firme determinación de acabar de una vez por todas con el cáncer que lleva cuarenta años carcomiendo su bello país. Es de justicia, pues, que la comunidad internacional –y especialmente España y los EEUU– apoyen al gobierno de Uribe –con medios diplomáticos y materiales– en la defensa de la libertad y la democracia en Colombia. Sería un grave error limitar la guerra contra el terrorismo a la persecución de los secuaces de Ben Laden, pues la experiencia demuestra que todas las organizaciones terroristas del mundo mantienen contactos más o menos estrechos en torno a un objetivo que todas ellas comparten: erradicar del mundo la democracia liberal.

Y el primer paso en esa guerra mundial contra el terrorismo es llamar a las cosas por su nombre, algo que compete especialmente a los medios de comunicación: las FARC no son una “guerrilla”, sino una macroorganización terrorista.

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