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PP: el buen paño no se vende en el arca

Una mezcla de altanería, incapacidad y desidia del Gobierno en la necesaria labor diaria de defender con convicción y elocuencia, sin complejos “centristas”, las ideas y planteamientos que inspiran sus acciones es quizá el principal factor responsable de la caída en la intención de voto que ha registrado el PP después de las manifestaciones contra la guerra. La derecha en España siempre ha adolecido de injustificados complejos de inferioridad frente los llamados “valores” de la izquierda y ante las consignas de la progresía intelectual, en su mayor parte incompatibles a corto o a medio plazo con la libertad, el progreso, la paz y la seguridad.

Y ello se debe, en el fondo, a un déficit de convicciones íntimas que ha impedido al PP impulsar y consolidar cambios permanentes en la opinión pública similares a los que realizó Thatcher en Gran Bretaña, asumidos después en su mayor parte por Tony Blair. Ante el primer soplo de los vientos de la demagogia, el PP ha sacrificado muchos de sus principios con la esperanza de conservar el poder, renunciando a dar la cara y ganar la batalla de las ideas con tal de mantener una imagen impoluta de acuerdo con los cánones de la “santidad” progre que marcan la Ser y El País. Sin embargo, paradójicamente, no hay forma más segura de perder el poder que rehuir la confrontación política y renunciar a convencer a la opinión pública, aun a riesgo de perder el aura mágica de “infalibilidad”.

En este sentido, la inesperada mayoría absoluta obtenida en marzo de 2000 ha sido contraproducente para el PP. Una vez conquistada, parecía que todo estaba hecho, especialmente para un partido acostumbrado al férreo liderazgo impuesto por Aznar, quien no volverá a presentarse como candidato a la presidencia del Gobierno, pero de quien depende casi exclusivamente la fijación de las directrices a aplicar en las tareas de gobierno así como la designación del sucesor.

En una estructura tan marcadamente piramidal como la del PP, el margen para “ir por libre” o para criticar al jefe es prácticamente nulo, y a esto se deben principalmente tanto las tradicionales carencias del Gobierno en materia de comunicación y política de medios –a los que Aznar también ha intentado aplicar la “disciplina de partido”– como su esclerosis durante el segundo semestre de 2002, cuando con la cuestión sucesoria pendiente y mientras Aznar andaba perdido en una nube de incienso, tuvieron lugar la marcha atrás en la reforma laboral, la entrega del “monopolio perfecto” a Polanco y la crisis del Prestige.

Sólo cuando las consecuencias políticas del chapapote hicieron peligrar su legado sucesorio, Aznar decidió abandonar su testarudez y tomar una vez más el timón de la nave popular después de reconocer con moderada humildad la magnitud de la catástrofe y los errores cometidos. Era el único que podía hacerlo, pues sus colaboradores más directos temían tanto contradecir al jefe como ensuciar su imagen con el alquitrán que inundaba las costas gallegas.

Con todo, el Gobierno sigue sin saber articular una política informativa eficaz, orientada a convencer a la opinión pública. Excepción hecha de la excelente actuación de Aznar–aunque, como siempre, tardía y forzada por las circunstancias– en el debate parlamentario –una razón más para no temer a la demagogia de una Oposición cuyos únicos argumentos son la pancarta y la manifestación–, el Gobierno no ha conseguido convencer a los españoles de que la alianza con los EEUU en la crisis de Irak, además de ser beneficiosa para España, especialmente en lo que toca a la lucha contra el terrorismo de ETA, es la mejor forma de proteger la paz y la seguridad internacional, amenazadas por Sadam y por todos aquellos que observan atentamente la actitud de las potencias occidentales ante el desplante del déspota iraquí para obrar en consecuencia. De nuevo, sólo bajo presión, esta vez de los malos resultados que arrojan las encuestas de intención de voto, el PP es capaz de admitir que el buen paño de sus argumentos y de sus políticas no se vende en las arcas de La Moncloa: es preciso salir a la calle para pregonar sus bondades con elocuencia y claridad de ideas, sobre todo cuando se trata de un “percal” tan tremendamente impopular como la guerra.

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