Las gestiones del Grupo de Amigos y de la OEA para alcanzar una salida pacífica a la grave situación que atraviesa Venezuela dieron como fruto un vago compromiso por parte de Chávez de celebrar el referéndum revocatorio en agosto y la promesa de no tomar represalias contra la oposición democrática, a cambio de que los líderes opositores desconvocaran la huelga general.
Pero no estaba aún seca la tinta del acuerdo cuando Chávez detuvo a Carlos Fernández y obligó a Carlos Ortega a pasar a la clandestinidad. Existen órdenes de detención contra otros cien miembros de la oposición, y varios de ellos han sido asesinados –presumiblemente por las bandas de matones chavistas encuadradas en los “círculos bolivarianos”– después de haber sufrido torturas. Asimismo, Chávez ha empezado a “depurar” de opositores la petrolera estatal PDVSA, sustituyéndolos por libios, iraníes e iraquíes; países con los que el presidente venezolano ha firmado acuerdos de cooperación mutua.
Ante la preocupación y malestar expresados por el gobierno español con motivo de la detención y la persecución de los líderes opositores –no hay que olvidar que España, además de la madre patria, forma parte del Grupo de Amigos a los que Chávez prometió trabajar por una solución pacífica y sin represalias–, el líder bolivariano exigió en una de sus soflamas televisadas a España, Colombia –César Gaviria, el mediador de la OEA, es colombiano– y EEUU que no interfiriesen en los asuntos internos de Venezuela. Apenas dos días después, estallaban dos artefactos explosivos de gran potencia –fuentes policiales venezolanas aseguran que jamás se había visto nada igual en su país– en las legaciones diplomáticas de Colombia y España. El material utilizado podría haber sido C-4, un explosivo plástico de uso militar que también fue empleado para el atentado terrorista contra el USS-Cole.
Por lo que puede verse, los esfuerzos de la OEA y del Grupo de Amigos no han servido hasta ahora de gran cosa –como, por otra parte, era previsible, tal y como ya anunciamos hace algo más de un mes–, salvo para que Chávez se libre de la presión de la huelga y, de este modo, pueda reprimir con más libertad a los opositores y ganar tiempo para hacer avanzar sus planes dictatoriales, entre los que se encuentra, muy probablemente, un fraude electoral para el referéndum de agosto –Chávez ha despenalizado la posesión de identidades falsas, y fuentes de la oposición afirman que las fabrica a cientos todos los días para que los chavistas puedan votar hasta siete veces si es preciso.
Ante el descaro con que Chávez incumple su palabra, reprimiendo a la oposición democrática y lanzando advertencias contra España y Colombia –que después, “presuntamente”, sus bandas armadas seguidores transforman en bombazos contra las legaciones diplomáticas– España, como madre patria, miembro del Grupo de Amigos y referente democrático para los venezolanos, debería al menos intensificar la presión diplomática contra Chávez y advertirle, en unión con Colombia y EEUU, de que no está dispuesta a avalar las fechorías de Chávez en aras de un arreglo pacífico que, a todas luces, el líder bolivariano intentará obstaculizar por todos los medios.
Al igual que Sadam Hussein y que todos los megalómanos, Chávez sólo entiende el lenguaje de la fuerza y de la presión. Y si el Grupo de Amigos no puede ejercerlas eficazmente para que Chávez entre en razón y cumpla lo que prometió, es mejor estar fuera que permanecer en él respaldando indirectamente a un prototirano.

España debe hacer algo por Venezuela

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