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Francia, la marchita grandeur

Como señaló Ana Palacio en su intervención, del informe de los inspectores presentado por Hans Blix y Mohamed el Baradei ante el Consejo de Seguridad de la ONU sigue sin poder deducirse que Irak se ha desarmado por completo. En palabras de la ministra de Exteriores, “los gestos de Sadam (refiriéndose a la destrucción de 34 misiles y a algunas informaciones sobre armas químicas y bacteriológicas) nos desvían del objetivo de la comunidad internacional”. El jefe de los inspectores ha afirmado que necesitaría tiempo, “no días, no años; pero sí meses” para verificar completamente el desarme “mientras la cooperación esté funcionando, y está funcionando”. Sin embargo, en otros procesos de desarme similares, donde la colaboración de las autoridades locales ha sido incondicional, el plazo ha sido mucho más breve. El presidente del Gobierno, José María Aznar, ha citado en varias ocasiones el ejemplo de Sudáfrica, que en apenas unos días y con un puñado de inspectores completó su desarme.

El Consejo de Seguridad habrá de decidir el próximo martes si aprueba la propuesta de resolución presentada por EEUU, Reino Unido y España, a la que los británicos han añadido una enmienda que contempla como fecha límite del desarme el próximo 17 de marzo. Se trata de un ultimátum, necesario si no se quiere dar nuevas oportunidades a Sadam Hussein de alargar eternamente un problema que debía haberse resuelto hace más de una década. Aunque las posiciones de los miembros del Consejo no han experimentado cambios sustanciales desde el pasado 14 de febrero, sí puede decirse que el grupo de países indecisos ha acercado sus tesis a las de grupo liderado por EEUU; y no es descabellado pensar que el martes, merced al un intenso esfuerzo diplomático que están desplegando los proponentes de la nueva resolución, se reúnan los otros cinco nueve votos favorables necesarios –además de los de EEUU, Reino Unido, España y Bulgaria– para aprobarla.

La verdadera incógnita está en Francia, Rusia y China, los otros tres miembros permanentes del Consejo de Seguridad que junto a EEUU y el Reino Unido tienen derecho de veto. Sin embargo, no es probable que Rusia se arriesgue a interponer su veto. Necesita mantener una buena relación con EEUU, tanto para combatir el terrorismo checheno, íntimamente relacionado con Al Qaeda, como para acabar de integrarse en la economía mundial. Puede que Rusia esté intentando apurar sus bazas para obtener a cambio el reconocimiento en un Irak post-Sadam de los contratos petrolíferos que Lukoil y Mijail Fridman firmaron con el dictador iraquí. Algo parecido sucede con China, cuyo deseo de integrarse en la Organización Mundial del Comercio así como el foco de inestabilidad potencial que suponen sus provincias orientales, de mayoría musulmana, tampoco hacen aconsejable la interposición del veto. Como en el caso de Rusia, la petrolera estatal china también firmó contratos petrolíferos con Sadam; y es probable que también desee asegurarse, en la medida de lo posible, esos contratos una vez que la crisis se haya resuelto.

Es Francia –también, por cierto, con contratos petrolíferos ilícitos en la zona, de la mano de Totalfina-Elf– la que ha amenazado con vetar la nueva resolución que autoriza el uso de la fuerza e impone un ultimátum a Sadam. Desde la crisis de Suez, sería la primera ocasión en que los galos emplean su derecho de veto. Francia, o mejor dicho, Chirac, sufre un agudo ataque de nostalgia por su marchita grandeur, ajada en la primera Guerra Mundial y definitivamente liquidada en la segunda. Nunca supo reconocer lealmente la deuda de gratitud que mantenía con norteamericanos y británicos, que ganaron la guerra por ella cuando ya se había rendido a los nazis y tuvieron la consideración de mantenerla en el máximo plano del concierto internacional, aun a pesar de que la magnitud de los esfuerzos De Gaulle en la guerra objetivamente no lo justificaban en modo alguno.

Su actual aventura neocolonial en Costa de Marfil –para la que, por cierto, no ha pedido permiso al Consejo de Seguridad– y el anacrónico intento de imponer sus criterios en materia de política exterior a una Europa que pronto contará con diez nuevos miembros –la mayoría ex satélites de la Unión Soviética que han lamentado durante más de cuarenta años no formar parte de la Alianza Atlántica– son buenas muestras de esa megalomanía sobrevenida que aqueja a Francia y que amenaza con aislarla de sus socios europeos y de sus aliados en la Alianza Atlántica, así como también a su compañera de viaje, Alemania –que debe su existencia a norteamericanos y británicos–, cuya política exterior está dirigida por un ex activista de ultraizquierda que, en sus tiempos, tuvo alguna relación con bandas terroristas como la Baader-Meinhof pero que no ha renunciado a su antiamericanismo. Los estadounidenses están tomando buena nota de la ingratitud e insolidaridad de alemanes y franceses, la “vieja Europa” que, como las viejas vedettes, confiadas en la cortesía del público, aún creen que basta la exhibición de sus marchitos encantos para que todos se postren a sus pies solicitando sus favores.

Cuando EEUU ya ha anunciado que se reserva el derecho a intervenir unilateralmente en Irak si la nueva resolución no es aprobada, la oposición de Alemania y el veto de Francia no vienen a ser más que patadas en la espinilla a quienes lucharon por su libertad cuando no tenían ninguna obligación de hacerlo. Aunque el daño ya está hecho, Francia aún está a tiempo de evitar males mayores si suaviza su posición excluyendo la posibilidad del veto, el cual supondría para los norteamericanos una ofensa y una insolidaridad gratuitas, de las que no suelen olvidar.

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