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Zapatero busca votos donde no los hay

No cabe duda de que, en principio, la posición del Gobierno en relación con la crisis de Irak puede pasarle factura electoral. Es cierto que una mayoría de los ciudadanos se opone a la guerra; una actitud lógica y sana por otra parte si sólo se tienen en cuenta las consecuencias directas y a corto plazo de la guerra –destrucción y pérdida de vidas humanas– pero se obvian las consecuencias que se derivan de no emprenderla y que los partidos que se oponen a ella ocultan, aunque las conocen perfectamente –un mundo más inseguro donde terroristas y dictadores encontrarían menos trabas para cometer sus crímenes y fechorías.

No cabe duda de que la demagogia contra la guerra liderada por Izquierda Unida –cuyo “no a la guerra” no incluye a las FARC o a las “guerrillas” que ensangrentaron Centroamérica, inspiradas, armadas y apoyadas por Fidel Castro– y secundada por el PSOE de Zapatero, encuentra apoyo en las encuestas. Sin embargo, otra cosa muy distinta es que esa oposición a la guerra –que algunas sondeos cifran en un 80 por ciento– se traduzca en votos contrarios al Partido Popular en unas elecciones municipales o generales.

En el orden de prioridad de los españoles a la hora de emitir un juicio electoral sobre el Gobierno, la guerra, ciertamente, no se encuentra en el primer lugar. Ni siquiera en el segundo o en el tercero, puesto que, como es lógico, la buena marcha de la economía y la reducción del paro, la eficaz lucha contra el terrorismo y una postura clara sobre la cuestión nacional son prioritarias para la inmensa mayoría de los españoles a la hora de decidir qué partido político desean que les gobierne, al cual tradicionalmente le han exigido, sobre todo, cohesión, unidad de criterios y coherencia.

Por desgracia, el PSOE –no digamos IU– carece de programas alternativos creíbles en materia económica, y aunque ha firmado el Pacto Antiterrorista con el PP –ahora amenazado por los sectores pronacionalistas en el seno de su partido–, Zapatero es incapaz de definir con claridad cuál es el modelo de estado que propugnan los socialistas y manifiestamente impotente para imponer orden y unidad de criterio entre los barones regionales del PSOE. Hasta tal punto que, en materias como el Plan Hidrológico Nacional, los socialistas de Aragón se oponen frontalmente a los de Valencia y Murcia. No digamos en la cuestión nacional, donde los Maragall, Elorza, López, Antich y Touriño están en las antípodas de Bono, Vázquez e Ibarra.

Aunque Zapatero ha demostrado cualquier cosa menos neutralidad en la cuestión nacional. Presionado por Polanco y González e “hipotecado” por Maragall, como ya hemos señalado en otras ocasiones, el débil líder del PSOE practica la condescendencia sistemática con los socialistas “centrífugos” liderados por el ex alcalde de Barcelona y candidato a la Generalidad y secundado por Odón Elorza y Patxi López. Maragall no ha recibido de Zapatero desautorización alguna sobre su “crédito” a las falsas acusaciones de tortura formuladas por el director de Egunkaria. Antes al contrario, ha compartido escenario y mitin en Barcelona con el líder del PSC para recitar la enésima jaculatoria en contra de la guerra y para amenazar al Gobierno, si vota el martes a favor del ultimátum a Sadam, con “consecuencias” que no ha tenido a bien especificar.

Es difícil saber a qué “consecuencias” se refiere Zapatero, porque ya no puede amenazar al Gobierno con el fin de la oposición leal y serena que intentó practicar el primer año de su secretaría general y que fue frenada en seco por Polanco y González con la caída de Redondo Terreros. En el último año, Zapatero se ha puesto a la cabeza de cualquier manifestación que pudiera perjudicar o desgastar al Gobierno, especialmente en el desgraciado asunto del Prestige, donde el PSOE llegó al extremo de falsificar documentos. Sólo el Pacto Antiterrorista sobrevive como único testigo de una etapa en que el PSOE quiso ser, por encima de todo, un partido con sentido de Estado y con vocación de gobierno. Por ello, si no se trata de una bravata o de un farol pronunciado al calor del entusiasmo mitinero, las “consecuencias” a las que se refiere Zapatero sólo pueden traducirse en una desvirtuación o una “relectura” del Pacto Antiterrorista, así como una deriva favorable a los nacionalismos separatistas. La condescendencia con Maragall y con Elorza –ambos dan crédito a Marcelo Otamendi hasta que los jueces se pronuncien y exigen la inmediata reapertura de Egunkaria– es un indicio de ello.

Pero otra cosa bien distinta es que los españoles, que muy bien pueden oponerse a la guerra por diversos motivos, estén dispuestos a aceptar en el mismo paquete electoral el “no a la guerra” y el “no a España”. No lo harán, evidentemente, los votantes del PP. Pero tampoco es probable que lo hagan los votantes de Bono, Ibarra, Francisco Vázquez o, incluso, los de Manuel Chaves. Además de correr el riesgo de dividir su partido, Zapatero busca votos donde no los hay.

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