El papel de los partidos políticos en un régimen democrático es aglutinar las diferentes sensibilidades políticas de los ciudadanos, dándoles la estructura de programas de gobierno dentro de un marco legal comúnmente aceptado por todos. En otras palabras, la misión de los partidos políticos es elaborar propuestas de gobierno y someterlas a la aprobación de los ciudadanos en las urnas. Esto es, precisamente, lo que los distingue –o debería distinguir– de los grupos de presión, cuyo objetivo no es llegar al poder democráticamente para aplicar un programa, sino organizar campañas encaminadas a forzar la voluntad del gobierno de turno en algún aspecto concreto de su programa, de acuerdo con sus intereses o aspiraciones.
Aunque, en última instancia, la actividad de los grupos de presión supone la negación de la democracia representativa –unos pocos bien organizados consiguen con frecuencia imponer sus intereses y preferencias a la mayoría que en las urnas eligió al Gobierno–, a veces sirve para llamar la atención sobre problemas que afectan a muchos ciudadanos y que, tanto el Gobierno como la Oposición, han obviado o descuidado. La campaña y la manifestación callejera son, en definitiva, el modo en que los grupos de presión, que carecen de representación parlamentaria, hacen llegar a la opinión pública y al Gobierno sus anhelos y reivindicaciones.
Pero si la existencia y actividad de los grupos de presión puede considerarse como una anomalía o defecto de la democracia representativa, la transformación de una fuerza parlamentaria en grupo de presión ya es una aberración del máximo calibre que denota, en primer lugar, la incapacidad de ese partido para articular una alternativa de gobierno creíble y coherente y, en segundo lugar, su falta de voluntad para acatar las reglas del juego democrático. Aunque, en la escala de la aberración y el despropósito, todavía es posible dar un paso más: convertirse en instrumento de un grupo de presión, dejando que otros organicen las campañas, fijen los calendarios y establezcan las estrategias para después subordinarse a ellas, en lugar de emplear las fuerzas y el talento propios para esa tarea. Es decir, convertirse en pasiva correa de transmisión de lo que otros organizan con la esperanza de capitalizar electoralmente los resultados.
Esta es, precisamente, la actitud que ha demostrado el PSOE tanto en el asunto del Prestige –José Blanco llegó a afirmar que “yo también soy de ‘Nunca mais’”– como en la crisis de Irak, donde el movimiento contra la guerra está planificado, organizado y dirigido por la extrema izquierda internacional congregada en torno al Foro Social Mundial –en el que está representado Izquierda Unida–, cuyas organizaciones se encargan de fabricar los slogan, de fijar las fechas de las manifestaciones y de establecer las estrategias, que Zapatero asume como propias y originales con la esperanza –al igual que, salvando las distancias, el PNV en el País Vasco– de capitalizar electoralmente los resultados. Difícilmente podrá ser el PSOE alternativa de gobierno cuando ni siquiera es capaz de organizar una campaña por sus propios medios, elaborando una postura propia sobre la crisis de Irak. En definitiva, cuando ni siquiera es capaz de fabricarse su propia pancarta.

Zapatero, a sujetar pancartas ajenas

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