Ensayado a lo largo del siglo XX en medio mundo y en sus más diversas formas y variantes, el comunismo jamás ha logrado acercarse ni de lejos a las cotas de prosperidad y bienestar de las democracias liberales. Ni siquiera a las alcanzadas por las dictaduras “de derechas” como las de Franco, Salazar o Pinochet. La inconsistencia teórica del marxismo ya fue puesta de manifiesto por Eugen von Böhm-Bawerk, a finales del siglo XIX; su inviabilidad económica y social por Ludwig von Mises, a principios de los años 20 del siglo pasado; y su incompatibilidad con la libertad y la democracia por Hayek, a partir de la II Guerra Mundial, y también por Friedman, en el último tercio del siglo XX. Se hubieran ahorrado decenas de millones de muertes e indecibles sufrimientos a centenares de millones de personas si Lenin, Stalin y Mao hubieran leído, comprendido y aceptado las enseñanzas de estos autores.
Sin embargo, hay algo en lo que los comunistas superan ampliamente a los defensores de la democracia liberal y la economía de mercado: en las técnicas de adquisición y conservación del poder. Aunque, no es necesario recalcarlo, esas técnicas nada tienen que ver con la tradición política de Occidente, basada en la libertad individual; es decir, en la autonomía del individuo frente al Estado, en la propiedad privada, en el gobierno limitado y en el imperio de la Ley. A diferencia de la democracia y la economía de mercado, el sistema comunista es profundamente incompatible con la naturaleza humana y sólo puede imponerse y mantenerse por medio de la práctica constante de la mentira, la violencia, la coacción y la represión.
Es precisamente esa profunda incompatibilidad con la naturaleza humana lo que “obliga” a los regímenes comunistas a convertirse estados policiales y a practicar purgas periódicas y oleadas de represión contra los disidentes y los opositores, casi siempre las personas más capaces y despiertas que tienen una mayor conciencia de lo que significan la libertad y la dignidad humanas y que con su actitud contagiosa podrían “contaminar” al resto de la población y poner en peligro el sistema. Los comunistas saben muy bien que una exigua minoría sin escrúpulos y bien organizada puede dominar a una inmensa mayoría desorganizada; y su principal preocupación es, consecuentemente, eliminar a aquellos elementos susceptibles de organizar y aglutinar en torno ellos a esa mayoría e imponer un terror paralizante que haga a la gente perder la esperanza de ganar su libertad y desistir de rebelarse contra la opresión.
Esto es lo que Fidel Castro ha puesto en práctica y lo que le ha permitido perpetuarse en el poder durante más de cuarenta años. Con tal grado de refinamiento que incluso ha aprovechado los momentos de debilidad de su régimen –especialmente los años siguientes a la caída del muro de Berlín– para abrir la mano y hacer la vista gorda, con el objeto de que los brotes de oposición y disidencia potenciales asomaran la cabeza y se identificaran para después segarlos limpiamente. El rejuvenecimiento y el lavado de imagen de su régimen, protagonizado por el Foro Social Mundial –del que Castro es fundador e inspirador– y la actual situación internacional, donde Irak monopoliza toda la atención y todas las cámaras, le van a permitir al coma andante deshacerse de al menos 77 opositores –entre los que se encuentran activistas de derechos humanos y periodistas independientes– con el pretexto de siempre (traición a la patria y actividades contrarrevolucionarias) mediante una parodia de juicio donde se les condenará a cadena perpetua y a penas de entre 15 y 30 años.
No hay que esperar de Izquierda Unida, ciertamente, que haga algo positivo por frenar la represión en Cuba, practicada con nocturnidad y alevosía –Castro aprovechó la misma noche del inicio de los bombardeos sobre Bagdad para acusar y encarcelar a los opositores–, pues como es sabido, Fidel es la referencia política de Llamazares, cuyo partido está integrado en el Foro Social de Madrid. Tampoco cabe esperarlo de Zapatero, integrado también en el Foro Social de Madrid y demasiado ocupado en cargar los muertos de la guerra de Irak sobre los hombros del Gobierno como para ocuparse del compañero Fidel. Ni tampoco de Ibarretxe, que visitó recientemente la isla cárcel para estrechar lazos políticos y comerciales con Castro y que ha contribuido generosamente con dinero público a informatizar la misma ¿justicia? cubana que va a encarcelar a esos 77 opositores. Ni siquiera de la Unión Europea, cuyas vanas condenas retóricas jamás vienen acompañadas de presiones diplomáticas o de sanciones comerciales cuando se trata de defender seriamente los valores sobre los que dice asentarse.
Sin embargo, sí cabría esperar una firme reacción del Gobierno del PP. Sobre todo si se tiene en cuenta que cuando Aznar llegó al poder advirtió de que sería especialmente intransigente con Castro, cuyo historial como promotor, entrenador y financiador de guerrillas comunistas y de terroristas –incluidos los etarras– deja pequeño a Sadam Husein. Los intereses comerciales de algunas potentes empresas españolas con pocos escrúpulos, o el riesgo de abrir un nuevo frente político con la izquierda que asalta las sedes del PP y agrede e insulta a sus cargos y candidatos, no deberían ser obstáculo para que Aznar pase de la condena retórica a la presión diplomática o, si fuera necesario, a las sanciones comerciales. Siquiera como primera medida, el Gobierno debería conceder automáticamente el derecho de asilo a todo cubano llegado a España (legal o ilegalmente) que lo solicite, en lugar de reexpedirlo a La Habana para dar con sus huesos en la cárcel.
Las labores humanitarias no sólo se reducen a enviar médicos, alimentos, medicinas y equipos de desminado a países que han sufrido una guerra. Y la libertad de los cubanos no es, en absoluto, menos prioritaria que la de los iraquíes.

Castro, con alevosía y nocturnidad

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