El miércoles 16 de abril, en el incomparable marco de la Acrópolis ateniense, la Europa de los 15 se convirtió en la Europa de los 25. La República Checa, Hungría, Polonia, Eslovaquia, Eslovenia, Lituania, Letonia, Estonia, Chipre y Malta firmaron junto con los Quince el Tratado de Adhesión que les convertirá en miembros de pleno derecho de la Unión Europea dentro de un año, el 1 de mayo de 2004.
Esta es la ampliación más ambiciosa de la UE desde su fundación, en cuanto al número de países; aunque sólo incorpore 75 millones de ciudadanos más y apenas el 5 por ciento del PIB de la actual UE. Por ello, si hubiera que juzgar el ingreso de estos diez países desde un punto de vista exclusivamente económico –su renta per cápita media apenas alcanza el 40 por ciento de la media comunitaria–, habría que reconocer que aportan, a corto plazo, más costes e inconvenientes que ventajas para los Quince.
Si bien es cierto que los líderes europeos acordaron en diciembre una cifra tope de 40.800 millones de euros (6,79 billones de pesetas) para los gastos de la ampliación entre 2004 y 2006 –lo que implica que los agricultores polacos empezarán a recibir a partir de 2004 el 50% de las ayudas de las que disfrutan sus colegas comunitarios–, ya se ha planteado reducir o congelar la cuantía de los subsidios agrarios –que consumen más de la mitad del presupuesto comunitario– así como las cantidades destinadas a Fondos Estructurales, por lo que habrá menos dinero para países como España –cuya red de infraestructuras se ha financiado en buena parte con ayudas europeas–, Grecia y Portugal, ya que estos fondos irán a parar en su mayor parte –como no podía ser de otra manera– a los nuevos socios europeos, dada su menor renta per cápita y su urgente necesidad de construir y renovar infraestructuras, vitales para su desarrollo futuro como muestra el ejemplo de España.
Quizá otro inconveniente añadido, en lo que toca a los países que sufrieron el yugo soviético, sea la preocupante penetración de la mafia rusa. Especialmente en Chequia, que se considera el país más preparado para la adhesión. Rusos, bielorusos y ucranianos suman más de medio millón en una población de apenas diez millones, y sectores estratégicos como la construcción, la hostelería, el mercado del petróleo, de divisas, de ordenadores, etc., están controlados por mafiosos que han instalado en Praga, sirviéndose de una burocracia corrupta heredada del comunismo, un sofisticado lavadero de dinero negro, y podrían utilizar la libre circulación de personas y capitales para extender sus tentáculos al resto de la Unión Europea.
Sin embargo, estos inconvenientes, que requerirán sin duda de la paciencia y la vigilancia de las autoridades europeas, así como del esfuerzo económico del resto de los ciudadanos europeos –a quienes, en números redondos, la ampliación les costará aproximadamente 100 euros a cada uno durante los próximos dos años–, pueden quedar ampliamente compensados desde el punto de vista político. Trece de los quince nuevos miembros de la UE sufrieron la tiranía soviética durante más de cuarenta años, ya de por sí un motivo suficiente como para ayudarles a recuperar plenamente la democracia, la libertad y el progreso. Pero además, por razones evidentes, no hay europeos más interesados que ellos en mantener y fortalecer lo que se ha dado en llamar el “vínculo transatlántico”, es decir, una estrecha alianza política y militar con los EEUU –como han demostrado con su ingreso en la OTAN y con su posición favorable a la Coalición en la II Guerra del Golfo–, vital para la defensa de Europa y de los valores en que se asienta la civilización a la que pertenecen las dos orillas del Atlántico.
Con ello, el desmesurado peso político de la “vieja Europa”, empeñada, en hacer de Europa un bloque rival de EEUU para intentar revivir marchitas glorias, y la prepotencia de Francia –que tiende a identificar los intereses de Europa con los suyos propios, como demostró Chirac con sus intempestivas advertencias a los nuevos miembros por su apoyo a EEUU en el conflicto de Irak– quedarán, afortunadamente, diluidas en las futuras instituciones de la Unión Europea, vivificadas por la nueva sangre que aportarán casi 75 millones de personas que han sufrido en sus carnes las consecuencias de la falta de libertades políticas y económicas. No habrá, probablemente, defensores más firmes en Europa de la democracia y de la globalización.

Nueva sangre para Europa

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