Pudo ser legítimo oponerse a la guerra de Irak, como también puede serlo oponerse a la presencia de tropas españolas en suelo iraquí. Pero, naturalmente, quienes mantienen esta postura –todos los partidos de la Oposición– también deberían exponer qué otras alternativas razonables ofrecen para contribuir a la guerra internacional contra el terrorismo. Porque, a estas alturas, nadie podrá negar que uno de los principales beneficiarios de esa lucha es precisamente España. Y que nuestro país tiene ciertas obligaciones para con sus aliados; máxime cuando, como en el caso del terrorismo, se trata no sólo de un mero quid pro quo, sino de una cuestión de principios, de ética política y de supervivencia.
España no puede dar la espalda a sus aliados, inhibiéndose en una cuestión que, además, le afecta y le atañe directamente. Tal es la razón por la que nuestros soldados van a contribuir en Irak al mantenimiento del orden, a la normalización de la vida civil y, como consecuencia, a la construcción de un régimen democrático que garantice en el futuro que ese país no acabe siendo, como era con Sadam, cobijo y fuente de financiación de terroristas. Y, a mayor abundamiento, la ONU ya autorizó expresamente en la resolución 1483 del Consejo de Seguridad el despliegue de las tropas de la Coalición y de las de otros países que se sumaran a la misión de pacificación y reconstrucción de Irak.
Sin embargo, la Oposición en bloque, reeditando la coalición anti-PP que propició el intento de golpe de Estado en la calle durante el desarrollo de las hostilidades contra Sadam, insiste en repetir una y otra vez –con la esperanza de que acabe calando en la opinión pública– la patraña de que la oleada de atentados terroristas contra las tropas estadounidenses y británicas y contra las infraestructuras civiles es fruto de una “ocupación ilegal” no respaldada por la ONU que, en cierto modo, justificaría esos atentados. De nada ha servido que haya sido la propia ONU la última víctima de los criminales, bien sean partidarios de Sadam o de Ben Laden, cuyo único objetivo es evitar a toda costa que en Irak haya prosperidad y un gobierno democrático, labor de la que se ocupaba, precisamente, la legación de la ONU, y cuyo éxito depende, sin duda, del despliegue de esas tropas. Es más, la Oposición considera la muerte del capitán Manuel Martín Oar en el atentado contra la sede de la ONU en Bagdad como un “argumento” incontrovertible para que nuestros soldados vuelvan inmediatamente a España, intentando tocar la fibra sensible de la opinión pública con un ejercicio de demagogia de lo más rastrero y repugnante, como es intentar sacar provecho político culpando al presidente del Gobierno de esa muerte.
Es evidente que nuestros soldados correrán riesgos; y, naturalmente, existe la posibilidad de que alguno de ellos pierda la vida en cumplimiento de su misión. Ese es un riesgo que afecta a todo soldado y, aunque pueda parecer brutal, es corriendo ese riesgo, como lo hacen los policías y la Guardia Civil, el que, precisamente, justifica en última instancia la paga del soldado. Y la misión de los soldados españoles está sobradamente justificada, tanto en función de los intereses nacionales como en lo que toca a la cobertura del derecho internacional.
La principal labor de la Oposición es el control al Gobierno. Y lo que de ella se espera es la denuncia en el Parlamento y ante la opinión pública de los errores y carencias en que, según su criterio, el Gobierno ha incurrido; así como también le corresponde aportar soluciones o alternativas a aquello que critica. En esa labor que le es propia, que la Oposición magnifique aquello que quiere criticar casi hasta la deformidad, o rozando incluso la demagogia, entra dentro de lo que puede considerarse como los límites del juego político. Lógicamente, no cabe esperar de la Oposición que se convierta en heraldo o corifeo de los aciertos del Gobierno, por muy notables que éstos sean. Incluso ha de admitirse que ponga en cuestión esos logros, por muy evidentes que sean, si no coinciden con su ideario o su programa.
Sin embargo, lo que sí cabe esperar –o más bien exigir– a la Oposición, tanto o más que al Gobierno, es que no confunda a la opinión pública mintiendo abiertamente sobre hechos y realidades palmarias, y que observe un mínimo de responsabilidad y lealtad en cuestiones de Estado. Para ello, no es necesario dar la razón en todo al Gobierno; ni siquiera es preciso respaldar su política exterior. Basta tan sólo con tener presente que los ciudadanos, quienes les pagan el sueldo, no se merecen que les mientan descaradamente en un asunto de Estado.

España no se merece esta Oposición

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