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Siria, santuario terrorista

Un terrorista suicida corriente –si es que se puede hablar en estos términos– es un ser prácticamente pasivo, que no necesita de entrenamiento alguno: no vence obstáculos, hace estallar la bomba adosada a su cuerpo allá donde existan más posibilidades de causar un mayor número de víctimas y donde no exista vigilancia: por eso los autobuses son su objetivo preferido. En cambio, la última masacre en un restaurante de Haifa el pasado sábado, que ha segado 19 vidas inocentes –entre ellas las de cinco árabes israelíes– y ha causado 40 heridos, marca un salto cualitativo en las tácticas de los grupos terroristas. Esta vez, la suicida equipada con cinturón-bomba no se ha limitado a hacer estallar su carga a las puertas del establecimiento –la reacción habitual de los terroristas cuando su objetivo dispone de vigilantes armados–, sino que ella misma se ha abierto camino hacia el interior, asesinando al vigilante y haciendo estallar la bomba allí donde podía hacer más daño.

Esta nueva táctica de los terroristas suicidas, tan similar a la que empleó Al Qaeda en los atentados del 11-S, probablemente ha hecho saltar las alarmas de las autoridades israelíes. Los jefes de la Yihad ya disponen de “bombas inteligentes” que, en lugar de emplear los complejos sistemas electrónicos de guía de los misiles, se sirven del cerebro y de la voluntad de un ser humano para alcanzar el objetivo. No cabe duda de que el salto cualitativo respecto del terrorista suicida “tradicional” es que el nuevo “modelo” es capaz de vencer la resistencia armada que custodia su objetivo. Y esto último requiere un entrenamiento que, a su vez, exige ciertas instalaciones e infraestructura fácilmente detectables. Tal es la razón por la que en suelo israelí o en los territorios de la ANP es prácticamente imposible que puedan existir campos de entrenamiento. Y por tal motivo, es lógico que las autoridades israelíes hayan desenterrado la doctrina Dayan –ataques de anticipación contra posiciones enemigas– y miren hacia Siria y el Líbano, los santuarios tradicionales del terrorismo palestino.

No hay que olvidar que Siria –al igual que el Irak de Sadam, Arabia Saudí o Irán, todos financiadores y cobijadores del terrorismo islámico– se halla en estado de guerra con Israel desde 1948; por lo que, técnicamente, el ataque israelí al campo de entrenamiento de Ein Tzabech, cercano a Damasco y empleado por la Yihad y Hamas, no sería más que una mera acción militar. Siria, después de perder tres guerras contra Israel, ha seguido la vía terrorista para seguir combatiendo al eterno enemigo, y jamás se ha molestado en ocultarlo, como tampoco se ha molestado en demostrar que el objetivo del ataque israelí fuera, efectivamente, un campo de entrenamiento de terroristas. La invasión de el Líbano tuvo, entre otros fines, el objeto de facilitar bases de operaciones y santuarios a los terroristas palestinos, desde donde se dirigían los ataques a las colonias y asentamientos israelíes que antes tenían lugar desde los Altos del Golán, donde los militares sirios realizaban prácticas de tiro sobre los kibbutz antes de que Israel los ocupara en la Guerra de los Seis Días.

Cuando Bush advirtió seriamente a Bachir el Assad tras la caída de Sadam que su régimen podría correr una suerte parecida si no dejaba de cobijar terroristas no hablaba a humo de pajas, pese a las consabidas acusaciones de “matonismo” americano en los medios “progresistas” o a la incomprensible “amistad” que, según el Gobierno de Aznar, nos une con el régimen sirio, una sanguinaria dictadura demasiado parecida a la de Sadam. Ceder a la cínica invocación del derecho internacional por parte de Siria y condenar en la ONU la acción de Israel, como han hecho China, Gran Bretaña, Francia y España, y no seguir el ejemplo de EEUU –que se negó a hacerlo señalando que Israel tiene todo el derecho a defenderse– es hacer un flaco servicio a la lucha contra el terrorismo y un ejercicio de incoherencia. Especialmente en el caso de España, donde sabemos muy bien lo que significa tener un santuario terrorista en el país vecino. No respaldar a Israel, el país del mundo más castigado por el terrorismo, además de un mezquino acto de insolidaridad, es dejar de ayudarnos a nosotros mismos.


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