Parece una incomprensible paradoja, cuando no una absurda pesadilla, que cuando España vive el mejor momento, en todos los sentidos, de su historia moderna, el modelo político que lo ha hecho posible se halle hoy seriamente amenazado. Precisamente cuando la victoria final contra el terrorismo, el principal factor de desestabilización política en veinticinco años de libertad, de progreso y de bienestar, se halla más cerca que nunca. Cuando la economía y la creación de empleo prácticamente han dejado de ser las asignaturas pendientes en comparación con los países de nuestro entorno. Y cuando España ha superado un siglo de aislamiento político internacional para ocupar el alto lugar que le corresponde, asumiendo junto a sus aliados las cargas y responsabilidades que exige la paz y la seguridad mundial.
La situación no sería tan preocupante si quienes se obstinan en liquidar el marco legal e institucional que ha hecho posible que España sea hoy una de las naciones más prósperas, avanzadas e influyentes del mundo sólo fueran los nacionalismos separatistas. Porque nada podrían los nacionalistas vascos y catalanes si los dos principales partidos de España coincidieran en la necesidad de preservar el modelo político que consagró la Constitución de 1978. Nuestra Carta Magna ofrece cauces suficientemente amplios para que ningún español tenga que renunciar a sus creencias y opiniones, siempre que éstas respeten la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político, los valores en los que se asienta la Constitución.
Pero los problemas de una izquierda desorientada, incapaz de elaborar un programa político que, al menos, no ponga en peligro el progreso y el bienestar que ha alcanzado España, especialmente en los últimos ocho años, están impidiendo una vez más el necesario consenso sobre el modelo de Estado. Sobre las reglas del juego político imprescindibles para garantizar la estabilidad institucional, sin la que es imposible el progreso. Y cada vez son más quienes, con razón, encuentran en la situación política actual peligrosos paralelismos con la España de los años treinta: unos nacionalismos exacerbados aliados con una izquierda dispuesta a todo, incluida la quiebra del orden legal e institucional, con tal de alcanzar el poder que las urnas le niegan.
Es precisamente en estos casos cuando la Corona debe asumir el importantísimo papel que le reserva la Constitución: servir de símbolo de la unidad y permanencia del Estado y moderar el funcionamiento regular de las instituciones. Es cierto que el monarca, abandonando el tono ambiguo que mostró en la audiencia a Ernest Benach, quiso subrayar en su mensaje de Navidad que la Constitución ha sido la clave de nuestra modernización y la base de nuestro actual progreso. Y también acertó al señalar que "Para afrontar con éxito nuestro porvenir, tenemos que preservar unidos los valores, reglas, principios y el espíritu integrador de nuestra Constitución, que deben regir nuestra vida pública y el funcionamiento de nuestras instituciones".
Sin embargo, la gravedad de los desafíos planteados por Ibarretxe, Atutxa, Carod y Maragall habría requerido, quizá, una actitud más contundente en la defensa de la legalidad y las instituciones que la que demostró Su Majestad el Rey en Nochebuena. Porque en esa exhortación a la unidad podría interpretarse que igual cuota de responsabilidad corresponde tanto a los nacionalistas y a quienes le hacen el juego como a quienes, actualmente, defienden la legalidad vigente. "El espíritu integrador de nuestra Constitución" es incompatible con una oposición que pretende marginar políticamente al partido en el Gobierno, precisamente por defender esa legalidad, allá donde éste se halle en minoría. Y no habría estado de más que el monarca lo hubiera recordado expresamente.

