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Lucrecio

Secreto a voces

Lo que menos entiendo de todas las retóricas que acompañan a la formación de la comisión parlamentaria sobre la matanza del 11 de marzo, es el pretendido aire de sorpresa –o, en la versión alternativa, de secreto de Estado o, en todo caso, de información policial confidencialísima— acerca de las relaciones que, desde más de dos años antes, venían anudándose entre las corrientes extremas del abertzalismo y el terrorismo islamista.
 
Para cualquier lector de la prensa radical vasca, era una evidencia. Desde el 11 de septiembre de 2001, la fascinación por el modelo Al Qaeda tomó tintes de euforia muy explícitos. Del viejo marxismo-leninismo de final de los años sesenta, quedaba poca cosa ya. Y, de hecho, la filiación que liga el abertzalismo vasco a la URSS, en los años setenta-ochenta, es más pragmática fidelidad al proveedor logístico que otra cosa. La caída a plomo del muro, y, con él, de las dictaduras post-stalinianas del Este, era mortal de necesidad para los últimos residuos armamentistas europeos. Una parte, al menos, del IRA se apercibió de eso, y entró en la laberíntica –y, hasta hoy, fallida— tarea buscar alguna salida negociada al drama. ETA permaneció fósil.
 
Y el 11 de septiembre fue una iluminación casi mística: el retorno de la épica perdida. No eran los primeros en pasar por esa hipnosis, los terroristas vascos. Ílich Ramírez, alias Carlos, el mítico castrista de otros tiempos, tras convertirse al Islam en su prisión francesa, había publicado un libro delirante en el cual llama a hacer del Corán el nuevo código de los revolucionarios, que, treinta años antes, habrían errado al buscarlo en Marx, Lenin, Guevara o Mao. Y cualquiera, en Gara, podía empezar a leer la versión kokotxa de eso: llamamientos a la alianza estratégica de izquierda revolucionaria e Islam (religión de los pobres de la tierra, solía añadirse), para derrotar al capitalismo genocida. Algún llamamiento explícito a aprender del atentado contra las torres gemelas que “nada hay más invencible”, en esa lucha revolucionaria, que “el cuerpo de un mártir” envuelto en dinamita y “dispuesto a inmolarse” por la salvación del pueblo oprimido, puede rastrearlo cualquiera con sólo darse una vuelta por las hemerotecas.
 
No, la deriva de ETA (o, al menos, de un sector importante de ella) en busca de un frente antiimperialista cuyo núcleo de acero fuera el integrismo islámico, no era ningún secreto en marzo de 2004. No lo era, al menos, para nadie que supiera leer.

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