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El desafío turco

Del tino que los gobernantes comunitarios apliquen a esta espinosa cuestión depende la pervivencia del sueño europeo y la integración del mundo musulmán en occidente. Un desafío de altura que quizá tengan que lidiar políticos de bajura

En el mes de octubre del año próximo darán comienzo las negociaciones entre Bruselas y Ankara para la incorporación plena de Turquía en la Unión Europea. Para el Gobierno turco, presidido por el islamista moderado Recep Tayip Erdogan, la entrada en la Unión es algo más que una cuestión de política exterior. En torno a la entrada de su país en la UE ha orientado prácticamente toda su diplomacia. Para ello Erdogan no ha escatimado esfuerzos. La candidatura turca viene firmemente apoyada por varios líderes europeos y por el mismo George Bush que, en su viaje a Estambul del pasado verano, se reafirmó en su convicción de que Turquía no tiene otro destino que el europeo.
 
La entrada de Turquía en la Unión tiene, sin embargo, más complicaciones de las que se aprecian a primera vista. La primera es que Turquía no es, en sentido estricto, un país europeo. Tan sólo un 4 por ciento de su territorio se encuentra geográficamente en nuestro continente. Dejando a un lado el inconveniente geográfico –que bien podría, llegado el momento, sortearse sin problemas- Turquía es una nación enorme. En extensión es considerablemente más grande que Francia y en población, con sus 70 millones de habitantes, sería, de entrar en la UE, el segundo miembro más poblado después de Alemania. Lo primero pondría las fronteras de la UE en el mismo centro de Asia, en Irán, y lo segundo alteraría el delicado equilibrio de poderes entre los grandes de Europa.
 
Aparte de las consideraciones geoestratégicas, que siempre tienen peso en un club que cuenta con 25 miembros, Turquía tiene dos talones de Aquiles que son los que, hoy por hoy, hacen casi imposible que en el corto plazo pueda tomarse en serio la hipótesis de ver ondear la bandera comunitaria en Ankara. Turquía es un país muy atrasado económicamente. Casi el 40 por ciento de su población trabaja en el sector primario, esto es, en la agricultura. Su PIB per capita es de poco más de 6.000 dólares, una miseria incluso si la comparamos con la de los pobres de la Unión. España, por ejemplo, cuenta con un PIB per capita de 22.000 dólares y la atrasadísima Grecia de 20.000 dólares. Esto supondría una sangría de fondos comunitarios sin parangón en la historia de la UE que tal vez hiciesen que ésta colapsase irremediablemente. Por otro lado, la democracia turca es, si bien una admirable excepción en el mundo musulmán, un tanto deficiente en comparación con las de la Europa Comunitaria. Hace unos meses sonaron las alarmas en Bruselas porque un proyecto de Ley preveía penas de cárcel para las mujeres adúlteras, un disparate legislativo que el Gobierno de Erdogan tuvo que echar atrás, eso sí, desdiciéndose a regañadientes. Las tradiciones islámicas siguen teniendo un peso muy importante en Turquía, el problema es que estas mismas tradiciones se dan de bruces con la democracia de corte liberal que se da en el seno de los países comunitarios.
 
Por último, y este ha sido el principal escollo que de muy mala manera se soslayó ayer en Bruselas, Turquía no reconoce a uno de los países miembros de la Unión, a Chipre. Desde 1974 la parte norte de la isla está ocupada por efectivos del ejército turco y Ankara hace como que Chipre del sur no existe. Esto es, naturalmente, algo intolerable e inaudito. Pretender entrar en una organización internacional y no reconocer a uno de sus miembros es un absurdo y una chulería que la Unión Europea no debería consentir. Quizá en Bruselas quieran ganar tiempo y no enfurecer al Gobierno de Ankara, pero hacer tales concesiones pueden volverse en contra de la Unión una vez sentados en la mesa de negociaciones.
 
La asignatura de integrar totalmente a Turquía en occidente debe aprobarla la Unión a lo largo de las próximas décadas. Ignorar a esa nación y cerrarle a priori la puerta sería un error, precipitar la entrada de un país que no está preparado aún lo sería también, pero todavía más grande, pues un paso en falso en esta Europa de 25 miembros que está empezando a construirse acabaría con la misma existencia de la Unión Europea. Del tino que los gobernantes comunitarios apliquen a esta espinosa cuestión depende la pervivencia del sueño europeo y la integración del mundo musulmán en occidente. Un desafío de altura que quizá tengan que lidiar políticos de bajura.

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