Segunda o tercera muerte de Montesquieu
Habría resultado del máximo interés comprobar la reacción del plural Garzón, cuando encarnaba el avatar anti-GAL, si González le hubiera reprochado lo que él ahora proclama: "Los poderes forman parte de un Estado y no puede ir cada uno por su lado".
Es sabido que existen varios jueces Garzón, o un solo juez Garzón plural, vario, poliédrico, alguna de cuyas caras recuerda a Pink Floyd: Dark Side of the Moon. A saber: el no-juez que escolta o acolcha a Felipe González en las listas electorales, el mejorable instructor de sonados casos de narcotráfico, el valiente y contundente martillo de etarras, el creador del sobrenombre "X" para designar al mismo político que un día acolchó.
Hay más: el ministrable frustrado, el agitador de masas que llama asesino al sucesor del acolchado Mister X en la presidencia, el protagonista de giras internacionales con la agenda más llena que David Bisbal, el espontáneo de Atocha en la mañana sangrienta del 11-M, el hostigador de peritos que inadecuada y sospechosamente se arroga competencias, el fiel amigo de Liaño que estira el concepto de fidelidad hasta hacerlo irreconocible, el autopostulado candidato al Nobel de la Paz. Ah, vanidad de vanidades. ¿Por qué no el Nobel de Física, dadas sus innovaciones en materia de transformaciones? ¿Por qué no el de Química, en reconocimiento a los nuevos usos que acredita del ácido bórico a granel?
Habría resultado del máximo interés comprobar la reacción del plural Garzón, cuando encarnaba el avatar anti-GAL, si González le hubiera reprochado lo que él ahora proclama: "Los poderes forman parte de un Estado y no puede ir cada uno por su lado". Sin duda aquel Garzón habría respondido, escandalizado, que por donde tiene que ir el poder judicial es por donde marca la ley, y que debe hacerlo con independencia. Y que "independencia judicial" significa, entre otras cosas, que los jueces no deben actuar sometidos a presiones.
La zarandaja de la adaptación de los jueces al contexto, al momento, a lo que hay, sólo puede entenderse desde la perspectiva más amplia de la limitación a la independencia judicial. En realidad, nos traslada a una pesadilla que la doctrina ha querido conjurar desde el fin de la Segunda Guerra Mundial: la de un poder judicial cuyos miembros se suman alegremente a procesos de degeneración de los mecanismos democráticos y a la imposición de sistemas totalitarios donde la división de poderes es puro disfraz, particularidad funcional, especialidad profesional sin valor garantista. Aquella conversación final entre dos jueces, en una celda de Nuremberg, que aparece en Vencedores y vencidos ilustra esta cuestión mejor que cualquier manual.
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