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Mark Steyn

Levántate, sir Salman

"Comprendo bien la reacción de los devotos musulmanes, heridos en lo que estiman más querido y por lo que morirían", dijo Su Gracia. Rushdie respondió tajantemente: "Sólo hay una persona aquí en peligro de muerte".

Estaba leyendo una columna de Salman Rushdie el otro día y, como es habitual, estaba de acuerdo con el 95% de lo que escribía en ella. De hecho, estoy de acuerdo con él con tanta frecuencia que casi he dejado de notarlo.

Pero no del todo. En lo profundo de mi memoria aún recuerdo al Rushdie de los 80 –reflexivamente izquierdista, anti-Thatcher, lo usual. El antiguo dicho –un neoconservador es un progresista asaltado por la realidad– le encaja a la perfección. Pero no sólo es que la realidad le haya asaltado, es que la realidad lleva intentando matarle los últimos dieciocho años. Aún me siguen sin convencer sus novelas, incluyendo la que le causó sus problemas, pero en sus columnas y ensayos ha desbordado todo lo que esperaba de él.

En aquel entonces, el día de San Valentín de 1989, la mayor parte de nosotros en Gran Bretaña y Occidente no nos dimos cuenta de la importancia de lo que estaba pasando. Era la primera vez que el ayatolá Jomeini había reclamado explícitamente la soberanía extraterritorial. La razón por la que eligió una oscura y, para la mayor parte de nosotros, ilegible novela inglesa para su incursión expedicionaria no está claro, pero los resultados le debieron de alentar una barbaridad.

Rushdie no tenía intención de ofender a los musulmanes. Ninguno de los críticos de Londres encontró nada controvertido en el libro. Cuando los musulmanes británicos y sus correligionarios de todo el mundo quemaban ejemplares de Los versos satánicos en las calles, los pelmazos de la BBC realizaron innumerables debates sobre el desagradable "simbolismo" de este ataque "a las ideas".

Pero no fue simbólico en absoluto. Quemaban el libro porque no tenían nada más a mano. Si la esposa o el hijo de Rushdie se hubieran dejado caer por allí, les habrían prendido fuego a ellos en su lugar con toda la alegría del mundo. De hecho, lo hicieron con todos los traductores y editores que pudieron pillar. El delicioso colectivo de críticos literarios de Rushdie se opuso a la fatwa sobre todo por motivos de libertad artística en lugar de por defender el pluralismo occidental en general. Eso fue un error.

En los 50 y 60, el nasserismo intentó importar a Oriente Medio el socialismo soviético. Nunca echó raíces. Una generación más tarde, el ayatolá se presentó con una idea mejor: exportar el islamismo a un Occidente culturalmente derrotista. Todo lo que se ha hecho patéticamente familiar para nosotros desde el 11 de Septiembre estaba presente en el caso Rushdie.

En primer lugar, el silencio de los "musulmanes moderados". Unos cuantos académicos islámicos señalaron que el ayatolá no tenía autoridad alguna para decretar la fatwa, pero se callaron rápidamente cuando las consecuencias de hablar se hicieron obvias.

En segundo lugar, la pusilanimidad del estamento izquierdista: Rushdie se enfureció cuando el arzobispo de Canterbury se puso en modo "causas últimas". "Comprendo bien la reacción de los devotos musulmanes, heridos en lo que estiman más querido y por lo que morirían", dijo Su Gracia. Rushdie respondió tajantemente: "Sólo hay una persona aquí en peligro de muerte".

Roy Hattersley, el líder en funciones del Partido Laborista, intentó zanjar las diferencias argumentando que, mientras que él apoyaba la libertad de expresión, como no podía ser menos, quizá fuera mejor no sacar una edición en bolsillo "en interés de las relaciones raciales". Estaba a favor de la libertad artística, pero sólo en tapa dura.

Gerald Kaufman, un diputado judío que desde entonces ha pasado a renegar por completo de Israel, atacó a los críticos de los musulmanes británicos: "Lo que no puedo aceptar es la implicación de que de alguna manera es anti-británico y antidemocrático que los escritos del Sr. Rushdie sean objeto de crítica por motivos religiosos, en contraposición a los literarios".

Kaufman decía esto unos cuantos días después de que grandes números de musulmanes británicos hubieran desfilado por ciudades inglesas pidiendo que Rushdie fuera ejecutado. Varios lectores me han escrito con sus recuerdos de esas marchas. Un hombre de Bradford recuerda preguntar a un funcionario de policía de West Yorkshire por qué "los lideres de la comunidad musulmana" no eran detenidos por incitar al asesinato. El policía le contestó que a ellos les habían dicho que no perdieran la calma. Los gritos pidiendo sangre se hicieron más virulentos. Mi compañero epistolar le planteó de nuevo la pregunta. Entonces, el poli le amenazó: "Cierra la bocaza o te detengo".

Y, lo más importante de todo, el caso Rushdie debería habernos enseñado que no hay nada que negociar. Mohammed Siddiqui escribió al Independent desde una mezquita de Yorkshire para apoyar la fatwa citando los versos 33 al 34 de la quinta Sura:

La retribución de quienes hacen la guerra contra Allah y Su Mensajero e intentan sembrar la discordia en la tierra sólo será ésta: que sean ajusticiados o crucificados, o que se les corte las manos y los pies alternativos o que sean expulsados del país. Será una desventura para ellos en este mundo, y en el Futuro sufrirán un gran castigo; Excepto quienes se arrepientan antes de caer en vuestras manos. Sabed, pues, que Alá es el Sumo Indulgente, Misericordioso.

Rushdie parece haber entendido mal esto. Apareció de pronto en una emisora musulmana de radio de West London una noche y dijo a su entervistador que se había convertido al islam. Maravillosa religión, no podría ser más feliz, loado sea Alá y todo eso. El ayatolá dijo que era genial, y que ahora no sufriría un castigo tan severo en la otra vida. Pero aún así te vamos a matar.

Tan mala como fue la fatwa, la incapacidad del establishment para defender coherentemente los valores occidentales fue aún peor. Clifford Longley, corresponsal de asuntos religiosos del Times, fue uno de los pocos en comprender lo que estaba en juego. Escribió que el Gobierno británico tenía que tener la total seguridad de que algunas creencias musulmanas "al menos en sentido literal, no son compatibles con una sociedad plural. El islam no sabe existir como cultura minoritaria porque no es un mero conjunto de principios y creencias individuales. El islam es un credo social por encima de todos, un modo radicalmente diferente de organizar la sociedad en conjunto."

Longley quería que cualquiera que enarbolara la pancarta "Muerte a Rushie" se le "tomara la palabra deteniéndole por incitación al asesinato. Las consecuencias inmediatas podrían ser desagradables, incluyendo incluso el riesgo de disturbios. Pero el doloroso impacto de tal confrontación puede ser necesario para que la comunidad musulmana británica se encuentre frente a frente con la realidad de que la tolerancia y el compromiso, incluso en lo más fundamental, son un requisito insoslayable de la vida en Gran Bretaña". En vez de eso, todos los musulmanes británicos que pedían abiertamente la muerte de Rushdie aún están ahí, más poderosos y con más seguidores.

El Gobierno de Su Majestad carecía entonces de la voluntad, al igual que la mayor parte de Occidente hoy. De hecho, al ayatolá se le permitió seguir adelante empleando el islam para fines políticos, no solamente en casa sino en todo el mundo. Si los "musulmanes moderados" son de verdad un grupo demográficamente perceptible, se enfrentan a una decisión. Pueden seguir a los incitadores al asesinato de Bradford, los terroristas suicida de Cisjordania y los depravados asesinos del norte de Nigeria en su descenso a los infiernos de la barbarie. O pueden despertar y salvar su religión. En cualquiera de los dos casos, Occidente les será de poca ayuda.

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