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José Antonio Martínez-Abarca

Qué raro, hay un presidente

No sé si el discurso del ya presidente Rajoy fue bueno, malo o regular, lo que sé es que al menos lo profirió un ente corpóreo que no se iba a hacer espiritismo con su abuelo.

El lunes, cuando Mariano Rajoy hizo su discurso de investidura, antiguos votantes (y hasta bivotantes) de Zapatero vinieron visiblemente emocionados a decirme que habían visto a un presidente de los españoles. "Oye, parece un presidente", "mira, se le ha puesto aspecto de presidente", "menos mal, hay un presidente". Me lo comentaban como quien se sorprende de que una nación llegue a estar gobernada por personas y no por las ratas amaestradas de la acampada de sol que alcen asambleariamente la colita. Exclamaban "mira, mira, hombre, un presidente" con esa falta de costumbre de los que salen de un "impasse" de ocho años donde en el Congreso los más respetuosos con las leyes han sido los ujieres, y tal vez, aunque no es seguro, los leones de bronce. La novedad que introduce Rajoy, por el solo hecho de pertenecer a lo que él llama la "gente normal", en efecto, es grande. Quién lo hubiese podido sospechar, que en España hubiese elecciones generales y que no las ganase el viento. Hacía demasiados años ya que a España parecía que la dirigiesen las fuerzas gravitatorias y el poder de la elíptica planetaria, que, como dijo Schuster de los suplentes del Madrid cuando era su entrenador, mirábamos al banco azul y no veíamos a nadie, y que el país miraba a través de los ojos delicuescentes de Zapatero y no se tropezaba con ningún pensamiento articulado hasta llegar por lo menos a Neptuno.

No sé si el discurso del ya presidente Rajoy fue bueno, malo o regular, lo que sé es que al menos lo profirió un ente corpóreo que no se iba a hacer espiritismo con su abuelo. Un señor con consistencia material que hablaba de cosas reconocibles para todos. Los españoles se conformaron el lunes, no con que Rajoy tuviese los pies sobre la tierra, sino con algo más modesto: que Rajoy fuese algo con pies, y cabeza y, ya puestos, hasta barba. El alivio fue importante. Ya hasta tenemos un presidente, como en esos países ordenados de los que tanto se habla. Puede que hasta consigamos un Gobierno. Si nos descuidamos, es posible que esto se llegue a confundir con un Estado de Derecho. La tarea que aguarda en España en los próximos seis meses es como la de cocinar aquel pavo del chiste: siga fielmente las instrucciones, póngalo a la temperatura adecuada y, cuando el pavo esté hecho, tírelo a la basura y vaya al "comidas para llevar" de la esquina a comprar la cena. Muchas cosas heredadas del felipo/zapaterismo no sirven (al Ministerio de Interior, por ejemplo, habría que entrar con los tanques como no hizo Aznar, y así le fue), y lo que sí sirve se ha quedado ya revenido y hay que bajar a la calle a adquirir otra clase de país. Pero ahora tenemos hasta un presidente. Como las cosas sigan así, tal vez nos despertemos un día teniendo nada menos que una economía.

Ya digo que quienes más ilusionados se muestran con la hasta el momento breve peripecia del presidente Rajoy son aquellos que conozco que no lo han votado. Estoy maravillado por mis amigos "progres", al menos los que no resultan irrecuperablememente sectarios, que cumplen perfectamente aquella máxima de que "un progresista es un conservador al que todavía no le han robado la cartera" (los malvados añaden: "un inmigrante sin papeles"). Un progresista es un conservador que aún no ha entregado sus finanzas domésticas a un Gobierno de Zapatero. Un liberal es aquel que espera a ver cómo lo hace Rajoy para juzgarle. Un exzapaterista es aquel que ahora se siente mucho mejor comprobando que mira a la tribuna del Congreso en un discurso de investidura y ya no ve un borrón sobre un monigote.

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