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José García Domínguez

Wert y el imperialismo moral de la izquierda

Ya lo dejó escrito en su día Rodolfo Llopis: "¡Cueste lo que cueste, hay que apoderarse del alma de los niños!".

Es zafio, es burdo, es mendaz, es virulento y es sectario. Pero no es nuevo. Recuérdese, tan mezquina, la campaña de descrédito personal contra Aguirre cuando llegó al Ministerio. Algo que igual ocurriría con cuantos políticos de la derecha osaron ocupar la cartera de Educación sin limitarse a administrar respetuosamente el legado de la pedagogía progresista auspiciada por el PSOE. Empezando por Pilar del Castillo y terminando por Wert, los que negaron sumisa pleitesía al imperialismo moral de la izquierda en lo que cree su coto privado, la red de instrucción pública. Ya lo dejara escrito en su día Rodolfo Llopis: "¡Cueste lo que cueste, hay que apoderarse del alma de los niños!". No es nuevo lo de Wert, decía, aunque tampoco extraño.

Nada tiene de chocante, ya no, que los que se postulaban hijos de la Ilustración, de Voltaire y de Rousseau anden ahora alarmados al ver amenazada la preeminencia del espíritu del terruño y el monopolio de la gramática de la aldea en las aulas. Acaso el pensador liberal más notable que produjo el siglo XX, Michael Oakeshott, solía decir que la escuela no tiene por qué adaptarse al entorno del alumno, a su barrio, a su provincia o al medio social o económico del que procediese. Bien al contrario, el valor supremo de la formación residiría en invitar a desligarse, "por un tiempo, de las urgencias del aquí y ahora, y a escuchar la conversación en la que los seres humanos buscan eternamente comprenderse a sí mismos". Al cabo, no otra cosa es la cultura.

Es la diferencia entre producir individuos y moldear masa amorfa, carne de cañón audiovisual, audiencia futura para Telecinco. De ahí que, en España, el liberalismo siga siendo pecado a ojos de la inquisición psicopedagógica. Que nadie pueda destacar por su esfuerzo e intelecto, la inteligencia como permanente objeto de sospecha. Que todos lleguen igualados a la meta, la igualdad no como inexcusable punto de partida sino como resultado final. Que ninguno deje nunca de ser adolescente, la juventud concebida no como mero estadio cronológico sino como un valor per se. Anti-intelectualismo, igualitarismo y efebolatría, según el profesor Sánchez Tortosa la tríada que asola nuestras aulas. Pobres imbéciles gregarios, sí, pero uniformes y felices. Así los quieren.

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