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Cristina Losada

¿Hace falta una nueva ley de partidos? (y 3)

Es una obviedad, pero a veces lo obvio es importante: los partidos compiten en las elecciones.

Tres eran los remedios que los promotores de una nueva ley de partidos recomendaban para atajar la crisis de confianza en los políticos: apertura, transparencia y democracia interna. Todos parecen inobjetables. Pero al desenrollar el problema se llega a la modesta conclusión de que esos paliativos no son la panacea. Esto es, no son lo que creen que son los impulsores de esas iniciativas, a tenor de lo que dicen en sus manifiestos.

Aun así, se puede alegar que tales medidas son buenas per se. Que siempre será positivo regular por ley, más minuciosamente, el modo en que funcionan los partidos, a imagen y semejanza de lo que sucede en otras democracias europeas. En esto hace mucho hincapié, y con tintes dramáticos, el grupo que encabezan Elisa de la Nuez y César Molinas. España, dicen, es una anomalía a ese respecto. Y lo será, pero el distanciamiento entre ciudadanos y partidos es visible en todas las democracias. También en aquellas que regulan fuertemente a los partidos.

De los tres remedios, el más popular en estos tiempos es la democratización interna, supuesta mano de santo para acabar con la oligarquización partidaria. Exploremos un poco ese territorio mítico. En particular, uno de sus procedimientos más mitificados, las primarias, pues el citado grupo de notables quiere darles carácter obligatorio.

La tendencia a consultar con la militancia un número creciente de decisiones se viene observando en los partidos europeos hace algún tiempo. Por lo que también se han visto los resultados. Con salvedades, se ha apreciado que el militante común, por oposición al más activo, que es minoritario, tiende a legitimar las decisiones de la dirección. Incluida la elección de candidatos. Más poder para las bases no significa necesariamente menos poder para la cúpula. No es oro todo lo que reluce.

Las primarias para elegir candidatos tienen el efecto de dejar prácticamente vacío de contenido al Congreso, que es el órgano soberano del partido. Poco sentido tendrán los Congresos si se les priva de la decisión en la que cristaliza el poco o mucho debate político que haya. Aunque se instaure la doble vía, de forma que en el Congreso se elige al jefe del partido y en las primarias a los candidatos, es inevitable que el primero pierda importancia. Las decisiones que cuentan ya no se toman allí.

Se dirá que la dirección controla más fácilmente un Congreso que unas primarias. Eso no es tan evidente, como señalaba. Pero, además, hay que hablar en plural: direcciones. Por ejemplo, en las primarias del Partido Socialista de Madrid ganó el candidato del aparato regional frente a la candidata del aparato central. Esto es, no surgió, de aquel ejercicio democrático, un candidato ajeno a las elites dirigentes en liza.

Todo esto sólo quiere indicar que hay instrumentos de democracia interna que tienen doble filo. Conviene pensar en ello antes de promoverlas. Y antes de hacerlas, por ley, obligatorias.

Llega, por fin, el momento de responder a la pregunta que, algo temerariamente, había formulado. ¿Hace falta una nueva ley de partidos en España? Cuanto puedo decir es que quienes la promueven no resultan convincentes. Su diagnóstico es incompleto. Algunas de sus propuestas son razonables; otras, mucho menos. Su iniciativa sufre del mismo mal que tantas otras que circulan hoy entre nosotros. Abundan las soluciones y escasea la investigación de los problemas.

En este caso, se echa en falta un seguimiento de cómo ha funcionado la autorregulación de los partidos, y un estudio de cómo han respondido a la corrupción en su seno. Eso permitiría calibrar el grado de eficacia de la legislación que ya tenemos.

Sea como fuere, hay que tener en cuenta que los partidos no han dejado de adaptarse a condiciones cambiantes. Tienen un incentivo muy poderoso para hacerlo, porque se someten a evaluaciones frecuentes. Es una obviedad, pero a veces lo obvio es importante: los partidos compiten en las elecciones. La actual crisis de confianza o transforma a los partidos o transforma el mapa político. Tal vez, ambas cosas.

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