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José Luis González Quirós

El mito del bipartidismo

El PP podría perder sus votos a favor de un partido distinto que defendiese con un mínimo ardor las convicciones de sus electores

Parodiando una célebre expresión de Carlos Marx, se podría decir que un fantasma recorre España: la muerte del bipartidismo. Se anuncia por doquier, tiene miles de adeptos, se presenta como una especie de supremo bien, máximamente deseable, como un bálsamo de Fierabrás que acabaría de una vez por todas con la endogamia y la cerrazón de los partidos, con la corrupción, poco menos que con el reuma. Con frecuencia, los que pronostican un cambio de mapa político, un deseo casi irrefrenable, visto el cariz que han tomado las políticas de los grandes partidos nacionales, se refieren a que Eldorado de un anhelo tan hondo no podrá lograrse sin que se modifique la ley electoral, proceloso artilugio al que se atribuyen mil efectos perversos.

Pues bien, ni el bipartidismo es un efecto inevitable de la ley electoral ni su desaparición es tan fácil como pueda parecer. Para empezar, no es cierto que el bipartidismo sea un efecto de la ley vigente. Con esta ley ha habido en España legislaturas con cuatro partidos de cierta importancia: por ejemplo, en las dos primeras elecciones generales, en que tuvo una mayoría relativa la UCD pero existieron el PSOE, AP y el PCE como fuerzas políticas con un número decisivo de escaños. En sentido contrario, hay que recordar, sin ser exhaustivos, que existe bipartidismo en EEUU, en Inglaterra, en Francia o en Alemania, además de en España, y es obvio que las leyes electorales respectivas no pueden ser más diferentes. Me parece que eso quiere decir que las raíces del bipartidismo son ligeramente más complejas que lo que suponen algunos eruditos a la violeta y algo más hondas que lo que anhelan quienes confunden, poéticamente, la realidad con sus deseos.

¿Quiere esto decir que estamos condenados a ser gobernados siempre por este PSOE y este PP? En absoluto, pero si alguien desea cambiar el panorama no puede limitarse a pedir un cambio de la ley, propósito imposible porque lo impedirían los que se encuentran a gusto con ella, y son mayoría, pero también error de planteamiento porque no se puede esperar que sea la ley quien haga un mapa acorde con nuestros deseos. En democracia, la receta es muy simple: hay que ganar las elecciones, y eso es, obviamente, bastante más difícil de lo que imaginan los que ven venir un cambio de mapa político, objetivo que puede ser muy deseable pero nada fácil de producir.

¿Existen fórmulas capaces de arrebatar la supremacía política al PSOE y al PP? No sólo existen, sino que pueden y deben ponerse en marcha, porque ambos partidos, por razones distintas pero con un cierto fondo común, están defraudando ampliamente a sus electorados. Si, por poner un ejemplo, existiese una amplia coalición entre parte de partidos ya existentes, en el centro del espectro, y otras fuerzas que es previsible se formen, y se presentase a las elecciones europeas con un programa que, además de cubrir una política europea de consenso entre las diversas fuerzas y promover los intereses españoles en la UE, se fijase en la necesidad de defender la unidad nacional y la igualdad esencial de todos los españoles, y en limpiar las formas de hacer política proponiendo reformas de fondo en la ley de partidos y en su financiación, es obvio que esa coalición podría romper el actual bipartidismo y dar lugar a un proceso de redefinición del mapa político. Sin esa fórmula, el objetivo puede resultar más difícil, y allá cada cual con su responsabilidad por negarse a dar viabilidad a ese proyecto perfectamente factible, pero no se trata, en ningún caso, de un objetivo imposible. El PP podría perder sus votos a favor de un partido distinto que defendiese con un mínimo ardor las convicciones de sus electores, como ya ocurrió en 1982 cuando la UCD pasó de 168 a 11 diputados y se produjo el primer ascenso significativo de AP, y al PSOE le podría pasar otro tanto.

Acabar con el bipartidismo no es un proyecto que pueda alcanzarse mediante ingeniería electoral; se trata, simplemente, de conseguir la mayoría de los votantes, esa mayoría que, hasta ahora, ha votado al PP y al PSOE, pero que podría dejar de hacerlo si se le ofreciesen alternativas más atractivas, sin personalismos, sin extrañas contorsiones, con la convicción de que se puede forjar una fuerza vencedora si se acierta a expresar lo que los electores, que tienen el voto en su mano, desean escuchar. Esto exige hacer política, hacer política de verdad, una recomendación que hizo recientemente José María Aznar en la presentación del segundo volumen de sus memorias, por cierto que sin citar ni una sola vez ni al PP ni a quienes se ocupan transitoriamente, y tan mal, de dirigirlo.

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