Los países nucleares se dividen en cuatro grandes grupos. El primero lo constituyen las democracias parlamentarias, integradas con normalidad en el sistema internacional y que rechazan su uso, siquiera en modo disuasivo. Se trata de Estados Unidos, Francia, Israel y Gran Bretaña. En segundo lugar están aquellas potencias semiautoritarias -Rusia- o abiertamente tiránicas: China. También están integradas en el sistema internacional, bien que a su manera. Un tercer grupo lo constituyen aquellos países que aún libran un conflicto clásico, a la sombra de un arma nuclear, que rechazan al menos intuitivamente su uso: lo forman Pakistán y la India. El último grupo lo conforman dos regímenes despóticos, agresivos e inestables, una suerte de kamikaces nucleares: Corea del Norte y pronto Irán.
Tras esta muy simple clasificación, puede concluirse con facilidad que el problema no está en las armas nucleares, sino en el régimen que las fabrica o almacena. La cuestión hace referencia en primer lugar a su capacidad militar y tecnológica; en segundo lugar, a su estabilidad institucional y social, y en tercer lugar a su ideología y a sus objetivos.
Respecto a lo primero, a medio camino entre la vanguardia tecnológica y una cultura teocrática medieval, cabe preguntarse por el futuro y la estabilidad del régimen iraní. En el año 2009 el levantamiento popular contra el régimen de los ayatolás hizo que éstos temiesen por su futuro: ¿hubiese sido distinto el final si las potencias occidentales se hubiesen comportado como en Libia o Egipto? No lo sabemos. Pero sí conocemos que la estructura demográfica, económica y social iraní no garantiza la estabilidad del país y del régimen más que por la fuerza y a corto o a lo sumo medio plazo. A la luz de lo sucedido en Egipto o Libia -afortunadamente despojada en 2003 del programa nuclear-, ¿cabe jugársela admitiendo la posibilidad de que un estado como el iraní, tan cerca de la hegemonía como de la implosión interna, se haga con un arsenal nuclear? La perspectiva de un arsenal nuclear iraní es aterradora: pero palidece ante la posibilidad de una dispersión nuclear chiita.
Respecto a lo segundo, el desarrollo nuclear de un país no acontece aisladamente. ¿Cabe aceptar la palabra de los ayatolás sobre el uso civil? Sin duda, a cambio de obviar otras capacidades tecnológicas que van asociadas a éste y en las que Irán trabaja sin descanso: la consolidación del desarrollo de misiles balísticos de alcance medio, su ambición tecnológica de misiles ICBM, el avance de un programa espacial cada vez más completo o los avances en weaponización o miniaturización de ingenios nucleares permiten abrir el plano y sitúar el programa nuclear dentro de un esfuerzo mayor. Cuando el enriquecimiento de uranio va acompañado de un rearme militar, al tiempo que de un esfuerzo tecnológico relacionado con la bomba, cuesta más creer que el objetivo es lograr electricidad barata para los hogares de Teherán.
En tercer lugar, pocas dudas puede arrojar el régimen iraní sobre sus objetivos, intenciones e ideología. El de los ayatolás es un régimen despótico enemigo de las libertades humanas que en Occidente se consideran más básicas; es un régimen que ambiciona extender la revolución chií por todo el mundo musulmán, amenazando a sus vecinos; y es un régimen que amenaza periódicamente con atacar a la única democracia occidental en la zona. ¿Es posible, a estas alturas de la historia, convencerse de que un régimen tiránico, expansionista y agresivo juega las mismas cartas que las democracias parlamentarias que celebran el acuerdo? Éstas parece que sí.
Hay dos virtudes del régimen iraní difíciles de negar: la ambición en los fines y la determinación en conseguirlos. Que su finalidad desde el lejano 1979 es convertirse en potencia regional a expensas de todos sus vecinos es difícilmente negable; los propios ayatolás nunca han ocultado esta ambición. Que su determinación y sacrificios a la hora de conseguirlo es sólida tampoco: Irán nunca ha escatimado recursos materiales y humanos en defensa de lo que considera sus intereses. Desde 2002 ha estado dispuesto a enfrentarse a duras sanciones que sólo en los últimos años han agrietado su tradicional fortaleza.
A estas alturas, nadie duda de que lo que ha empujado a Irán a sentarse a negociar no son los cambios en el Gobierno, sino las sanciones que pesan sobre la economía iraní. Lo único que puede acabar de una vez por todas con el programa nuclear iraní es un cambio de régimen: en la medida en que las sanciones ahondan el desequilibrio entre ambiciones exteriores y bienestar interior, rompen la fortaleza del régimen. Si en una década sólo los problemas económicos surgidos de las sanciones han ablandado la postura del régimen de los ayatolás, ¿cómo concluir que siguiendo el camino contrario, aliviándolos, van a ablandarla aún más?
De Ginebra no sólo sale Irán con la infraestructura nuclear intacta y lista para continuar el proceso (las centrifugadoras no se tocan, sólo su producto). Esta cuestión, fundamental, ya la ha ganado Irán, y tras los seis meses será difícil revertirla, más en todo caso que antes. Además, los negociadores occidentales, ante la firmeza iraní en la defensa de su derecho a seguir enriqueciendo uranio, han preferido sacar este aspecto del acuerdo, como si no existiese lo que no esté escrito sobre el papel de Ginebra. Pero lo cierto es que Irán no participa en esta ficción: tiene vía libre para seguir haciéndolo y lo sabe.
Pero el gran triunfo iraní va más allá de las armas nucleares. Hasta el domingo, un país que amenaza directamente a sus vecinos musulmanes y judíos, patrocinador del terrorismo en no pocos países y de la ruptura del equilibrio en Oriente Medio, y que aspira a hacerlo en poco tiempo con la amenaza nuclear en la mano, quedaba fuera de todo trato civilizado. Representaba y ejemplificaba al Estado Gamberro: aislado, sancionado, apartado de las prácticas diplomáticas, su situación disuadía a otros. Ahora, a cambio de un compromiso que no desmantela su programa nuclear, y consolida lo ya logrado, ha logrado un enorme paso para normalizar su política exterior, ganando una legitimidad internacional que hasta el pasado domingo no tenía. Sin duda, Irán gana en Ginebra.