En ocasiones sus detractores olvidan que el liberalismo no es una doctrina exclusivamente económica, quizá porque en otros ámbitos sus ideas han triunfado lo suficiente como para que se consideren universales y fuera del debate partidista. Pocas veces se discuten conceptos como los de soberanía nacional, imperio de la ley o democracia representativa, la división de poderes o los límites constitucionales a la acción política, al menos explícitamente. Sin embargo, de tapadillo, es muy frecuente que en nombre de la democracia o la justicia se subviertan muchos de ellos.
En un Estado de Derecho donde gobiernen las leyes y no los hombres un juez no puede dictar sentencias que atenten contra las normas redactadas por los legisladores. Si bien es cierto que la línea que separa lo legal de lo ilegal es muchas veces demasiado borrosa y sujeta a interpretaciones, también lo es que en numerosas ocasiones, en nombre del llamado uso alternativo del Derecho o incluso sin justificación teórica alguna, los jueces toman sus decisiones en virtud de lo que les parece justo o injusto, sin atender a otras consideraciones. Y en esos casos lo que les parece justo suele coincidir con demasiada frecuencia con posiciones de izquierda.
Así ha ocurrido con la decisión que la Audiencia Nacional ha tomado respecto a los evidentes abusos que tuvieron lugar en una manifestación radical de extrema izquierda en la que se acosó y agredió a parlamentarios catalanes, al punto de que algunos hubieron de llegar a la Cámara autonómica en helicóptero. Se puede discutir si es justa o no la ley que define el delito contra las altas instituciones del Estado, pero es al Parlamento a quien corresponde cambiarla, no a ningún juez. Podremos incluso estar de acuerdo en que resulta de justicia poética que este delito se haya cometido contra los parlamentarios catalanes, que con su continuada desobediencia a las leyes y su desprecio por la Constitución se han hecho acreedores de ser considerados cualquier cosa menos una alta institución del Estado. Pero la ley es o debería ser igual para todos, y los acusados por tanto debían haber sido castigados de acuerdo a lo previsto en el Código Penal.
La propia sentencia reconoce que se ha cometido un delito cuando intenta explicar por qué en este caso "resulta obligado admitir cierto exceso en el ejercicio de las libertades de expresión o manifestación". La justificación de por qué, habiéndose incumplido la ley, no hay sin embargo sentencia condenatoria revela cómo el ponente, el izquierdista Ramón Sáez Valcárcel, no debería vestir la toga en ningún país que considere fundamental el respeto al Estado de Derecho. La patética excusa del juez para no hacer cumplir la ley es que las opiniones de los manifestantes no están, a su juicio, suficientemente representadas en los medios de comunicación privados. Y se queda tan ancho.
Lo menos importante aquí es que sea objetivamente falso. Pocos movimientos han recibido más atención mediática en España que el de los indignados, recibido con gran alborozo y aprobación en un alto porcentaje de la prensa. Ni siquiera que sea un argumento muy propio del chavismo para justificar su cruzada contra los medios privados venezolanos, bajo la excusa de que no daban voz al pueblo. No, lo importante es que no existe eximente alguno en la ley que permita a quienes cometen un delito librarse porque los medios no les hacen caso. Ninguno. Se lo ha inventado el juez. Parco consuelo que Grande Marlaska haya intentado en su voto particular recordar lo obvio: que los jueces deben aplicar la ley a los hechos probados, y no usar una justificación propia de politicastros de tres al cuarto para no cumplir con su obligación.
Dura lex sed lex. Desde que los romanos inventaran casi todo lo que sabemos de Derecho, se sabe que la aplicación estricta de la ley puede resultar injusta en determinados casos, pero que aun así es más importante obedecerla que saltársela. Si encima, como en este caso, ni siquiera hubiera resultado injusta una condena, con más razón todavía. Son jueces como Sáez Valcarcel los que degradan la Justicia y la convierten en una lotería donde lo que importa es quién te va a juzgar y no lo que has hecho. No puede haber un camino más directo hacia la destrucción de esa fina línea que separa la civilización de la barbarie.

