Quienes detentan el poder local del PP deben de estar muy enfadados con Rajoy al ver que el electorado pretende darle un palo al Gobierno en sus riñones. La posibilidad de una revuelta debe de ser muy alta cuando un político tan medroso como Rajoy está resuelto a cambiar unilateralmente la ley electoral para salvar a los revoltosos la poltrona en la que hoy se sientan. Es desde luego impresentable que el partido circunstancialmente en el Gobierne abuse de su mayoría parlamentaria para cambiar por su cuenta y sin consenso la ley electoral. Constituye un despropósito tan obvio que no merece mayor abundamiento.
Pero no es lo único negativo que puede decirse de la susodicha reforma. Cualquier estudiante de Filosofía del Derecho sabe que toda ley, para poder ser tal, ha de ser general. Lo que significa que una ley destinada a la consecución de un fin concreto no puede nunca ser una ley, aunque formalmente lo parezca. Por eso cuando se redactan normas ad hoc el leguleyo de turno disfraza de general lo que no es más que una norma destinada exclusivamente a beneficiar o perjudicar a una persona concreta. Por ejemplo, así ocurriría con una norma en la que se dijera sin venir a cuento que están exceptuados de someterse a ella los registradores de la propiedad que estén en excedencia por estar prestando servicios especiales, una circunstancia que se da exclusivamente en Mariano Rajoy. Eso y decir que Rajoy por su cara bonita no tiene que obedecer tal precepto sería decir lo mismo, y por tanto tal ley nunca sería realmente una ley, al faltarle la condición de general. A la reforma que se pretende imponer le ocurre lo mismo. Decir que serán alcaldes directamente quienes obtengan el cuarenta por ciento de los votos es tanto como decir que seguirán siendo alcaldes los que ahora lo son a pesar de perder las elecciones si no las pierden por mucho. No es tan grosero como el ejemplo que he puesto, pero casi.
No obstante, hay otra circunstancia con la que no cuentan esos leguleyos del PP que le soplan a Rajoy fórmulas al oído para que sus bases clientelares no se le solivianten. Con leyes electorales distintas, los electores votan de manera diferente. En Madrid, por ejemplo, un habitual votante del PP que quisiera castigar a Rajoy podría, con la ley actual, conformarse con abstenerse. Pero si le dicen que dará igual que se abstenga porque Ana Botella será igualmente alcaldesa a pesar de su abstención, ya que la nueva ley le permitirá serlo con el cuarenta por ciento de los votos, a lo mejor lo que decide es votar a otro partido. Y lo mismo ocurre con los electores de izquierda, que a la vista de una reforma que pretende castigar su fragmentación pueden decidir concentrar su voto en quien tenga más posibilidades de acumular apoyos, que podría ser el PSOE pero que también podría ser Podemos.
Las leyes ad hoc las carga el diablo. Y las electorales, más.