En agosto de 2014 la prensa británica informó de un asunto sorprendente. Desde 1997 hasta 2013 miles de menores habían sufrido abusos sexuales en Yorkshire a manos de bandas de pakistaníes. Los detalles eran estremecedores: niñas violadas por varias personas a la vez, secuestradas, golpeadas y llevadas a otras ciudades para ser explotadas sexualmente; niños amenazados con pistolas, rociados con gasolina y obligados a presenciar violaciones. Y todo eso durante dieciséis años ¡sin que nadie se hubiese enterado!
¿Cómo fue posible? Según los informes que finalmente acabaron viendo la luz, porque las autoridades municipales, policiales y de protección de menores decidieron ocultarlo y no actuar para que no les acusaran de racistas. Maravillas de la corrección política.
El asunto no era nuevo. Tres años antes el exministro laborista Jack Straw se metió en un buen lío cuando denunció que buena parte de los jóvenes de origen pakistaní veían a las chicas blancas como "carne fácil" para el abuso sexual. Como era de esperar, los profesionales del multiculturalismo y el antirracismo se lanzaron a la yugular de un Straw al que acusaron de criminalizar a toda una comunidad. Pues la única interpretación posible de los ataques sexuales que provocaron las declaraciones del exministro era que la procedencia étnica de agresores y agredidas era "una coincidencia". El problema es que cuando una coincidencia se repite mil veces se convierte en categoría.
Ya en años anteriores habían sido abortados varios intentos de emitir documentales sobre la cuestión para evitar el enfado de la comunidad islámica y el crecimiento de la opinión antiinmigratoria. Y cuando en 2008 la BBC decidió mojarse, en el reportaje se lanzó la pregunta de si "la corrección política está impidiendo combatir a las bandas de pakistaníes y de afrocaribeños que seducen a niñas y adolescentes".
Pero, gracias a Dios, no todo son violaciones. El número de inmigrantes establecidos en algunas ciudades británicas ha alcanzado la suficiente densidad como para que, de forma creciente, puedan vivir de espaldas a la legalidad británica. Lejos de la integración en la sociedad de acogida, lo que se ha producido es la creación de comunidades étnicas al margen las unas de las otras. Por eso proliferan las patrullas islámicas que vigilan en sus barrios la obediencia a la sharia, patrullas que, según lo posible en cada situación, aconsejan, amenazan o imponen sus normas incluso a los vecinos autóctonos.
En todas partes cuecen habas. Suecia, por ejemplo, se ha convertido en los últimos años en la metrópoli europea de la violación, crimen casi siempre cometido por inmigrantes, tanto sudamericanos como, sobre todo, afroasiáticos. Aunque las cifras manejadas son contradictorias debido a la censura oficial sobre el origen de los agresores, el aplastante porcentaje de extranjeros es un secreto a voces. Y en otros países de la Europa septentrional como Dinamarca y Bélgica, el choque con la creciente población inmigrante ocupa el debate político cada día más a pesar del acallamiento institucional y mediático.
Por lo que se refiere a nuestro país, aunque de momento queda al margen de tan graves sucesos, no se puede pasar por alto el dato de que un enorme porcentaje de la población reclusa ha nacido fuera de España, en concreto el 30,3% para una comunidad extranjera que alcanza sólo el 10,7%. Es decir, que los extranjeros cometen el triple de delitos que los nacionales. Y eso que dicho porcentaje de reclusos ha bajado mucho en los últimos cinco años debido a la reducción de las penas por tráfico de droga efectuada por el gobierno de Zapatero, reducción que facilita la expulsión de extranjeros condenados por ese delito a menos de seis años de prisión. Otro dato muy significativo es el referido al delito de moda: la llamada violencia de género. Pues según los datos del INE sobre el año 2014, la tasa de denunciados por cada mil hombres fue el triple en los nacidos en el extranjero (3,1) que en los nacidos en España (1,1). Y dentro de los nacidos en el extranjero, las tasas más elevadas corresponden a africanos y americanos. A esto habría que añadir, según informaciones policiales difíciles de conseguir dada la orden de no filtrarlas para evitar el rechazo a los extranjeros, que entre los sudamericanos abundan los casos no denunciados por la aceptación tradicional del maltrato femenino entre los ciudadanos de ese origen, fenómeno todavía más extendido entre las mujeres musulmanas por obvias razones de sumisión religiosa.
Regresando a Alemania, el pasado mes de noviembre saltó a la prensa el caso de una discoteca de la localidad bávara de Bad Tölz que tuvo que prohibir la entrada a los refugiados musulmanes a causa del acoso sexual al que sometían a las jóvenes locales. Como de costumbre, el Consejo para los Refugiados de Múnich no condenó el comportamiento de los asaltantes sexuales, sino el de los propietarios de la discoteca, a los que acusó de racistas.
Pero el suceso que por fin ha conseguido que toda Europa pueda hablar de la presencia de un enorme elefante en la habitación, a pesar de unos medios de comunicación y unos gobernantes que lo han escondido durante décadas tras las cortinas para no atentar contra la corrección política, ha sido el masivo ataque sexual de Colonia. Como siempre, las autoridades ocultaron el hecho para no obstaculizar su poltica de Welcome refugees, por lo que hubo que esperar cuatro días para que la dimensión de los hechos acabara desbordando el cerrojazo oficial. Tanto se desbordó que empezaron a salir a la luz otras ciudades afectadas (Hamburgo, Düsseldorf, Stuttgart, Zurich, Helsinki), así como nuevas informaciones sobre cientos de violaciones a mujeres y niñas en los albergues de refugiados en los últimos meses. Y muchas de ellas promovidas por sus propios maridos y padres, que las obligan a prostituirse.
Finalmente, es importante subrayar la sumisión al poder y al pensamiento único por parte de las feministas y de los medios de comunicación, especialmente los llamados progresistas. Pues, ante la ola de indignación levantada tanto por los hechos criminales como por su acallamiento oficial, pasará a la historia de la infamia informativa el hecho de que muchos periódicos digitales deshabilitaron la opción de comentar las noticias. Por lo que se refiere a los medios progresistas, dieron un paso más en la manipulación al informar de que los atacantes eran hombres, simplemente hombres, como si el hecho de que todos ellos fuesen inmigrantes musulmanes fuera, una vez más, una coincidencia. Y en cuanto a las feministas y similares, que tan histéricas se ponen por cualquier estupidez, su silencio ha sido y sigue siendo atronador.
Esperemos que la buena noticia de todo esto sea que, por fin, tras muchas décadas de acallamiento políticamente correcto, haya llegado el momento del derecho a la información y de la libertad de expresión.