La primera vez que actué como periodista de investigación fue hace muchos años en Diario 16. 23 de abril de 1989. Ignacio Camacho fue testigo de estos hechos y de que no cobré por ello. Fue una exclusiva de las gordas, de las que hacen caer gente infame de las poltronas y la primera que, de verdad, arremetía contra el régimen andaluz del PSOE. Nadie recordará ya los hechos, pero la información destacaba cómo los dineros de la primitiva Radio Televisión Andaluza se iban por las cloacas del régimen en dirección a los bolsillos de directivos golfos y mediocres periodistas sobrevenidos. Jamás revelé mis fuentes, documentalmente esenciales, y jamás revelé el nombre de un periodista vinculado a la rama guerrista del PSOE que ayudó a que la noticia saliera a la luz pública con el fin de liquidar al borbollismo imperante en la Junta. Lo supe, era algo asqueroso, pero consideré que el que la verdad llegara a los andaluces y a los demás españoles era una finalidad superior. El periodismo sensato, el que sabe que es garantía de que la verdad civil se sepa en una democracia para que los ciudadanos puedan tener opciones de votar libremente y con conocimiento de causa, tiene que preservar, amparar, defender a sus fuentes.
Quizá no sea éticamente hermoso saber que algunas fuentes tienen intereses inconfesables, pero eso no significa que las verdades que así afloran no sean relevantes. Se ha dicho siempre que en el periodismo de investigación no hay historia si alguien no odia a alguien y quiere que ese odio tenga frutos. Pero eso no es periodismo de investigación, sino periodismo de transmisión. Alguien cuenta algo a un periodista, al que selecciona nadie sabe por qué, o sí, y el periodista lo convierte en noticia de alcance. Lo que debe hacer el periodista es confirmar la veracidad de las cosas que cuenta. Desde el caso Juan Guerra, segundo gran caso que me tocó afrontar en mis primeros pasos en El Mundo (1990), al caso UGT o al fraude de la formación, quizá los últimos que he afrontado, ya en Libertad Digital, junto a la espesa tela de araña que hemos desvelado con investigación de verdad y no mera transmisión –registros mercantiles, registros de la propiedad, documentos de la Junta de Andalucía y demás–, siempre he respetado la identidad de las fuentes. Es más, una vez que El Mundo mintió descaradamente sobre Juan Guerra intenté que rectificara, y como no lo conseguí le envié una nota manuscrita al abogado de Juan Guerra, Antonio Mates, ya fallecido, con el que colaboraba Javier Pérez Royo, en el que le ponía en conocimiento de mi indignación con la mentira. La nota existe y Juan Guerra sigue vivo. Informé sobre él y sus actividades durante varios años, cierto, pero nunca con mentiras.
Hace casi tres años, LD tuvo acceso a una documentación única sobre las finanzas y desvíos de dinero de las subvenciones a la formación por parte de la Unión General de Trabajadores en Andalucía y en otros sitios de España. Iniciamos la publicación minuciosa de los resultados del análisis de la documentación en junio de 2013. Estuvimos más de un mes publicando en soledad aquel escándalo mayúsculo que afectaba a la organización de Cándido –vaya nombre inadecuado– Méndez y a sus peones de Andalucía. Ningún medio se hizo eco de lo que era el principio del mayor escándalo sindical de la historia de España. Luego se añadieron algunos –ellos saben por qué– a publicar otros flecos de la porquería y hoy asistimos a la caza de brujas más despiadada que ninguna entidad supuestamente democrática haya desatado contra quienes suponen fueron las fuentes que desvelaron su asquerosa y miserable corrupción. ¿Van los medios a consentir que se crucifique a sus fuentes y se salven los inicuos? ¿Puede permitirse algo así la regeneración de la democracia española de la que tanto se habla?

