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Carmelo Jordá

Por qué odio los JJOO (y usted debería odiarlos también)

Todo se sacrifica al espectáculo y a un negocio turbio en el que las comisiones son multimillonarias pero en el que sólo se hacen ricos unos pocos.

Todo se sacrifica al espectáculo y a un negocio turbio en el que las comisiones son multimillonarias pero en el que sólo se hacen ricos unos pocos.
Cordon Press

Cada cuatro años, alrededor del mes de agosto contemplo con estupor cómo mis compatriotas empiezan a seguir con un interés inaudito competiciones de deportes absolutamente estrambóticos, prácticamente desconocidos y, reconozcámoslo, totalmente carentes de interés.

Aquí se ofenderán los aficionados a esas prácticas deportivas minoritarias, y nada más lejos de mi intención que soliviantarlos, pero la cruda realidad es que la mano invisible del mercado también funciona en esto, y los muy dignos deportes minoritarios siguen siendo minoritarios… porque a la mayoría le parecen carentes de interés.

Pero la razón por la que hay que odiar los Juegos Olímpicos no es que la inmensa mayoría de las competiciones sean tremendamente aburridas, que lo son, sino el inmenso e inmoral montaje en el que se han convertido o, mejor, que han sido casi siempre.

Desde Berlín 36 hasta Pekín 08 pasando por Moscú 80, los Juegos Olímpicos han sido, constantemente, una herramienta al servicio de los políticos, incluidas las peores dictaduras del mundo, que se han servido del movimiento olímpico y sus presuntos valores para hacer propaganda e incluso, en muchos casos, sostenerse.

Sí, ya sé que eso ocurre también con prácticamente cualquier gran competición deportiva internacional, pero las demás no van presumiendo del mismo modo de ser algo así como el crisol de la fraternidad, la democracia y los derechos humanos.

Unos valores que el propio movimiento olímpico ignora, olímpicamente, cada vez que tiene la oportunidad, no sólo a la hora de elegir sus sedes, sino ante acontecimientos tan dramáticos como el asesinato de once atletas y un policía en Múnich 72, que sólo supuso la suspensión de la competición durante un día y un acto en el que se consintió que los países árabes impidiesen que sus banderas ondeasen a media asta.  

Unos valores que, por supuesto, tampoco se tienen muy en cuenta en el propio funcionamiento de una organización cuyos niveles de corrupción sólo son comparables a los de la FIFA y la UEFA. Una corrupción muy útil a la hora de esquilmar países como Grecia, Brasil o China, cuyos igualmente corruptos dirigentes trabajan al alimón con el COI para que cada edición de los Juegos vaya acompañada de una orgía de gasto público que arruina Estados casi al mismo tiempo que enriquece a determinados particulares.

Unos valores que también se olvidan cuando en tantos deportes se explota vilmente a menores de edad, sin que nunca jamás nadie del movimiento olímpico se haya interesado por cómo se seleccionan y el régimen de esclavitud en el que entrenan –a veces desde su más tierna infancia– los gimnastas, los nadadores o los atletas de determinados países: por ejemplo en el bloque soviético antes, o China y Corea del Norte ahora…

Todo se sacrifica al espectáculo y a un negocio turbio en el que las comisiones son multimillonarias pero en el que sólo se hacen ricos unos pocos, por cierto, casi ninguno deportista.

Lo peor de todo es ver a ese movimiento olímpico siempre dándoselas de gran benefactor de la humanidad, vendiéndonos la moto de la fraternidad y tratando de convencernos de que ese inmenso montaje es algo así como una gigantesca ONG que une al mundo. ¿Puede haber algo más odioso?

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