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Javier Somalo

Ya podéis decir su nombre

Mata mirar atrás y que no haya nadie salvo un enemigo conocido, íntimo, de los tuyos de siempre.

Desde la Transición, aquello que conocemos como "la política", o sea la relación entre cargos públicos y periodistas, plasmada en telediarios, radios, periódicos y semanarios –sobre todo, aquellos de los 80 y los 90–, ha dejado una antología de culebrones digna de ser recordada en un coleccionable, si hubiera quien pudiera pagarlo. Sólo había una televisión y las burradas que se soltaban en los bares, en los bares se quedaban o no pasaban del barrio, sin trending topics, ni ecos artificiales. Pero los semanarios políticos eran auténticas saetas capaces de despellejar al más pintado.

Hoy el escarnio es inmediato. Sacan un cadáver de un hotel, toscamente amortajado, y ya hay una rata pidiendo que lo quemen para dar calor a los capitalistas de la pobreza. En cuestión de segundos, cientos de ratas más ríen la mofa y la multiplican por mil desde un iPhone de 600 euros comprado con el dinero de papá o con el nuestro, regalo del Congreso o de un Ayuntamiento. Quizá sea esta simultaneidad entre el suceso y su conocimiento público lo que se esté llevando por delante tantas cosas. Hoy, eso de cambiar algo de la noche a la mañana ya se considera cámara lenta.

No sé si sentiré vergüenza si leo esto o lo hacen por mí dentro unos años pero creo que, de momento, las redes sociales son un acelerador de la maldad, un multiplicador del odio, un parapeto de la cobardía, del complejo y del analfabetismo, un artificio para ver lo que no hay ni habrá en uno mismo o en el prójimo, sean amigos, seguidores, defectos o virtudes. Siento al escribir estas líneas que estoy maldiciendo la llegada del sonido al cine o lamentando que el vídeo mató a la estrella de la radio, pero veo demasiada basura y muy pocas ideas, al menos en el mundo de "la política", que en España es también el del periodismo y del que puedo opinar.

En atención a mi improbable reputación póstuma o para albergar algo de esperanza vaticinaré aquí que el tiempo hará que las redes sociales se conviertan en un instrumento útil y cotidiano de la vida social y miraré para otro lado. Al fin y al cabo –trato de convencerme– los cotilleos de los pueblos podían hundir tu reputación en una semana sin necesidad de redes sociales ni teléfono móvil ni siquiera de luz eléctrica. Terminaré suponiendo que las redes ya hacen el bien en otros mundos como el científico o el empresarial.

En cualquier caso, creo que el acoso del periodista al político, del político al periodista y de todos entre sí no es nuevo sino más rápido. En política, y por ende en el periodismo, el fuego del enemigo siempre ha sido motivo de honra. El acosado, sobre todo el de cierta talla, no hace sino crecerse por mera doctrina quijotesca –ladran, Sancho–, seguro de que sus actos molestan al que estaba previsto que molestaran. Puede ser agotador pero reconforta si uno cree en lo que dice y encima hay algún otro –no hacen falta legiones– que lo secunde.

Lo que puede matar es la repentina soledad, síntoma inequívoco de una traición previa, como el eco después de un grito. Puede matar el oír a Susana Díaz llamar a sus imputados "Pepe y Manolo" –Griñán y Chaves–, defendidos más allá de los límites de lo imposible, mientras los tuyos de siempre esquivan tu mirada o te hacen un trending topic mundial de cobardía. Puede matar ver que los tuyos de siempre no se acuerdan tanto de Jordi Pujol… Mata mirar atrás y que no haya nadie salvo un enemigo conocido, íntimo, de los tuyos de siempre. Eso es mortal desde que un gallo cantó tres veces aquél aciago día, por muy escrito que estuviera. Pero sin las monedas de Roma, el gallo habría cantado sin consecuencias aunque, como suele decirse, estaba de Dios que lo hiciera. Más grave que el olvido es la traición aunque al final se televisen juntas.

Por el momento, la crónica de Pablo Montesinos en Libertad Digital vuelve a ser el mejor relato de lo que de veras empezó a suceder hace unos meses y acabó abruptamente esta semana en un hotel madrileño cercano al Congreso de los Diputados.

Adolfo Suárez empezó a morir ese día en que no fue capaz de hilar un sencillo discurso que llevaba escrito. El olvido anidó en su mente después de haber visitado varias veces su corazón de parte de supuestos amigos de siempre. Hay muchas formas de morir: lentamente, como sucedían aquellas polémicas de antaño en las radios y los acerados semanarios o inmediatamente, como las que hoy nos atropellan desde megatelevisiones y redes sociales con ayuda de propios y extraños. Pero las causas siguen siendo las de toda la vida: la traición y el olvido. En ese orden.

Mil euros aún sin demostrar han matado a Rita Barberá. Ayer, Mariano Rajoy volvía a pronunciar su nombre.

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