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Amando de Miguel

La obscenidad del poder político

El gerifalte socialista manifiesta hasta el paroxismo que su meta en la vida consiste en expulsar a Rajoy del palacete de la Moncloa.

El gerifalte socialista manifiesta hasta el paroxismo que su meta en la vida consiste en expulsar a Rajoy del palacete de la Moncloa.
EFE

Bien está la canónica definición de democracia como el sistema para la sucesión pacífica en el poder político mediante el recurso a las elecciones regulares. Sin embargo, en la España democrática las elecciones no son muy regulares que digamos. Aunque lo que importa es que la sucesión en el poder se ve envuelta con todo género de caudillismos, corrupciones y trapacerías.

En el actual partido del Gobierno sobresale hasta el delirio el ansia de conservar el poder a toda costa. A eso lo llaman "estabilidad", a lo que parece la suprema virtud democrática. Se desmocha cualquier opción de liderazgo que no sea la devotio al jefe máximo. Se nota demasiado el mando desnudo. Pero la obscenidad se manifiesta aún más crudamente en lo que se llama "el principal partido de la oposición", que ahora se proclama así: "Somos la izquierda". Como si los otros de la siniestra radical o nacionalista no fueran también de la misma cuerda. Como tantas veces ocurre en la vida, la manifestación de superioridad esconde un lacerante complejo de inferioridad. Lo curioso es que en la España actual sí hay un solo partido de la derecha, pero son varios los de la izquierda.

Una cosa une a todas las fuerzas sedicentemente progresistas. No es el progreso de la nación, pues ni siquiera se identifican con ella, la vitanda España. El cincho que los ata en gavilla prometedora es el anhelo de eliminar al PP del poder sea como sea. Es más, parece que su idea obsesiva es que el PP no debe gobernar nunca, como heredero que es del odiado franquismo. Claro es, con una disposición tan reactiva no hay democracia que valga.

El gerifalte socialista manifiesta hasta el paroxismo que su meta en la vida consiste en expulsar a Rajoy del palacete de la Moncloa. (Él dice "Moncloa" sin artículo, para hacer ver que se trata de un palacio real). ¿A qué se debe tamaña obsesión? Muy sencillo. Con el Estado de Bienestar que nos hemos dado, el inquilino de la Moncloa ostenta el privilegio de nombrar, directa o indirectamente, a miles de cargos públicos, en el Estado o en el partido. Ahí reside la verdadera esencia del poder: hacer muchos favores. Así se explica que los partidos todos aspiren a ampliar todavía más el Estado de Bienestar en los distintos escalones (municipal, regional, estatal, europeo, internacional). Se entiende, el bienestar de los que mandan por encima de todo. Para ello se necesita que los pecheros (los que pagan los pechos o impuestos) sean tratados oficialmente como ciudadanos.

En lugar de esa obcecación por ocupar el poder, los políticos de todas las camadas deberían ir resolviendo paso a paso los problemas que aquejan a los sufridos súbditos. El de la posible secesión de algunas regiones no es el menor. Parece un sarcasmo insistir en la estolidez de que "España es una nación de naciones". Se podría haber proclamado también que "el PSOE es un partido de partidos". El disparate se convierte en patochada al saber que la nación, para el obrero que dirige el PSOE, "es un sentimiento". Seguramente confundió la nación con el patriotismo, virtud de la que carece y de la que ahora se habla poco.

Disfrutar del poder de hacer leyes ya es un privilegio y un legítimo placer. Lo obsceno es convertir esa facultad en un fin por sí misma. La lucha por el poder no debe reducirse a un "quítate tú para ponerme yo". Es la impresión que dan los debates en el Parlamento. Por cierto, qué hermoso sería que los señores diputados y senadores aplaudieran al orador con independencia de su adscripción a una u otra bancada, simplemente porque su intervención se considera plausible. Tristeza da la confesión de que un político aprueba la postura de su partido simplemente porque es lo que dice el jefe que es lo que debe sostenerse en público. Hasta ese punto de miseria moral ha llegado la doctrina de la disciplina de partido. Tal como se constituyen las Cortes, bastaría que en los escaños se sentaran solo los portavoces de los distintos partidos. Cada uno de ellos multiplicaría su voto por un coeficiente proporcional a los apoyos recibidos en las elecciones. Es evidente lo absurdo de la situación.

El poder político no debe ser un fin en sí mismo. Por eso convendría que los políticos hubieran trabajado con éxito en la vida civil antes de dedicarse a representar a la nación. Cuando la carrera dentro del partido constituye el principal mérito es que algo funciona mal. Por lo mismo, la duración de los mandatos en la política debería ser para un tiempo limitado de antemano. Lo peor de todo es que el paso por la política asegure después el enriquecimiento a través de los sillones en los consejos de administración de las grandes empresas privadas. Eso es lo que se llama plutocracia.

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