En los sistemas democráticos, los partidos son entidades políticas que participan en las elecciones y tratan de alcanzar el poder para aplicar un determinado programa ideológico, compartido por sus militantes y votantes. Se trata, al menos sobre el papel, de mejorar la vida de los ciudadanos poniendo en marcha determinadas medidas de todo tipo, distintas de las que preconizan los adversarios. Las fuerzas políticas forman así un espectro en el que se puede determinar lo cerca o lo lejos que están unas de otras. En el ámbito español, por ejemplo, parece evidente que el PP tiene más puntos de encuentro con Ciudadanos que con Podemos, y que el PSOE tiene una mayor proximidad ideológica con Izquierda Unida que con el partido de Rajoy.
En Cataluña, sin embargo, esta lógica que permite entender la política en función del viejo esquema izquierda-derecha salta por los aires a causa del proyecto independentista. Desde hace bastantes años, pero de manera más clara tras las elecciones del pasado día 21, la cercanía en la política catalana –y en consecuencia las posibilidades de establecer alianzas– se forjan en función de la división independentismo-constitucionalismo.
La consecuencia de esta perversión de la política de partidos hará que los catalanes tengan un Gobierno integrado por fuerzas que defienden medidas radicalmente antagónicas en todos los ámbitos. Los partidos que sostengan al Gobierno regional catalán, previsiblemente los sucesores de CiU, ERC y la CUP, están profundamente en desacuerdo en materia económica, fiscal, medioambiental, comercial, territorial o social, es decir, aquellos ámbitos que los ciudadanos suelen estimar como fundamentales para garantizar una cierta prosperidad compartida. La única argamasa que unirá al nuevo Ejecutivo será la lucha por la creación de una república independiente, a pesar de la evidencia palpable de que se trata de un proyecto delirante que amenaza con arruinar a la región para varias generaciones.
Lo normal sería que el partido de Puigdemont se entendiera con el de Arrimadas por la semejanza de su programa político. En cambio, el partido de la burguesía nacionalista catalana gobernará con el apoyo de una fuerza de extrema izquierda que quiere acabar, precisamente, con esa misma clase media-alta. Pero eso es lo que han querido los catalanes y eso es lo que tendrán, porque la democracia garantiza el derecho de los pueblos a suicidarse políticamente. Lo que pasa es que así, visto de cerca, el espectáculo no deja de impresionar.