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Zoé Valdés

Cainita

Soraya no quiere disgustar, y ese es su defecto máximo.

Como habrán podido observar, sigo desde Francia con mucha atención la política española. Los políticos españoles son personajes bastante controversiales, no hay uno que no lo sea, y esto me priva, aunque a veces me supera, no lo niego.

Algunos resultan divertidos y otros sacan de quicio con solo observarlos un rato. Los peores, por supuesto, son los podemitas, gente obtusa, cerrada, inculta, mal educada, y con un potencial muy peligroso en sus genes ideológicos, porque se han declarado comunistas a calzón quitao.

Una de las políticas españolas con la que más me entusiasmé y hasta me identificaba es con Soraya Sáenz de Santamaría. Cada una de sus presentaciones públicas resulta inteligente, más que inteligente, brillante. Es excelente oradora y mejor analista, tiene un pensamiento ordenado. Pero. No sé, algo de cainita le asoma por el colmillito.

Una mujer, cuando lleva complejos existenciales encima y los luce o los esconde a su antojo, o sea, cuando se viste o desviste con ellos, suele ser de mucho cuidado en política, y en todo, pero en política más. Le puede enormemente el qué dirán, más que el qué pensarán, que ya sabemos que no siempre coinciden.

Soraya Sáenz de Santamaría, siendo la vicepresidente de España y con una brillante carrera, pese a su relativa juventud, es considerada por la prensa mundial como la mujer más influyente y poderosa de España, además de situarse entre las cinco más influyentes y poderosas de la Unión Europea. Nada la ha detenido nunca, ni nada la conseguirá detener.

Desde el extranjero, en el Gobierno español no destaca el presidente Mariano Rajoy, destaca ella: esa mujer de baja estatura, poco agraciada, que sin embargo ha mejorado su buen ver al mismo tiempo que ha ido demostrando que nada escapa a sus decisiones y mandos. "Soraya es mucha Soraya", me comenta un amigo que la admira y la preferiría como presidente de su país.

No es mi caso, Soraya, a pesar de que estoy muy cerca de su pensamiento, y de que considero que es una paciente gestora, no me brinda tranquilidad. Intuyo que ha sabido vencer múltiples complejos, y hasta defectos, como mujer en el campo de las ideas y de la política, pero no se ha liberado de las barreras esenciales, de esas que te colocan como lo que eres, una mujer que en alguna parte de su fuero interno se reprocha precisamente no anhelar ser menos mujer, como si serlo fuese un pecado de lesa política.

Sospecho que detrás de las inciertas decisiones en cuanto a los últimos acontecimientos en España relacionados con el separatismo catalán se encuentra esta mujer, que probablemente piensa más en su futuro personal, lo que no es para nada criticable, antes que en el futuro de España, y esto sí es muy reprochable, puesto que si se halla ahí, en ese puesto, es porque, cuando se vaya, a donde se vaya debiera dejar un país en orden. Reitero, cuando se vaya a donde se vaya, incluso si es para volver como presidente y recoger lo que ella misma hubiere sembrado.

Es, como ya dije, alguien del nivel de Theresa May y de Angela Merkel, aunque más en el registro de la segunda; por supuesto, muy por encima de muchos hombres, y eso ella lo sabe, lo disfruta, y hasta le ha añadido un tono en sus comparecencias que a veces chirrían, pero que jamás disgustan.

Soraya no quiere disgustar, y ese es su defecto máximo. Soraya no sobrepasará jamás la raya, ni mucho menos extralimitará su pulso con nadie ni con nada. Soraya no puede traicionar el proyecto que tiene para sí misma, entonces ahí es donde Soraya, a mi particularmente, me resulta inquietante.

Que es mejor política que Rajoy, ampliamente, es sabido. Que es incluso mejor política que Emmanuel Macron, hombre, se cae de la mata. Pero Soraya se pregunta demasiado seguido si la dejarán llegar, si podrá dar ese gran paso y vencer, y si por fin superará a Merkel y a May, y a todas y todos los que le han hecho y le harán todavía penosa sombra. En eso, insisto, es muy cainita. Por eso no le irá nada mal.

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