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Amando de Miguel

El mito del Estado de las Autonomías

No hay que olvidar la tradición de 'oligarquía y caciquismo' que ha dominado en la España contemporánea, con toda suerte de partidos, gobiernos y regímenes.

A la caída del franquismo (que, por cierto, nadie derribó), España pasó de organizarse políticamente como un Estado centralista a hacerlo como otro descentralizado. Fue una operación de altos vuelos, en principio benéfica. El proceso ha sido creciente y se ha llegado a extremos que ni siquiera han alcanzado los Estados federales que hay por el mundo. Si fuera solo la descentralización (el principio de que los contribuyentes tengan cerca el Estado), caben pocas discusiones. Pero el Estado de las Autonomías empieza a plantear más problemas de los que ha resuelto.

No es solo que se descentralicen las funciones públicas a través de las regiones (mal llamadas "autonomías") y de los ayuntamientos (mal llamados "municipios"). El problema surge cuando esa gigantesca acción termina duplicando y multiplicando muchos servicios públicos con la consiguiente escalada de los costes. La peor consecuencia es que la inveterada propensión a corromperse que ha tenido la política española contemporánea ha llegado a extremos escandalosos. Nótese que los recientes casos más llamativos de corrupción política en España se sitúan en la escala regional o local. Es lógico, en ella no cuentan tanto los grandes cuerpos de funcionarios, los que han mantenido una cierta moral pública.

Otra consecuencia indeseable del Estado de las Autonomías es que los grandes partidos políticos se organizan como una especie de federaciones de estructuras regionales. Incluso manejan con alegría la palabra federación en sus cónclaves políticos. De esa forma no cuajan bien los liderazgos nacionales. El particularismo resultante entronca con los inveterados vicios del caciquismo. Se llega a la aberración de que en las Cortes se sientan partidos que son solo de alcance regional o que incluso se manifiestan de manera ostentosa contra la Constitución. Parece un abuso del hermoso principio de la libertad política. Lo peor es que los partidos influyen en el Gobierno de la nación al modo de grupos de presión. Es decir, cuentan demasiado los personalismos y los pequeños intereses.

Las disfunciones del Estado de las Autonomías son más graves en las regiones donde se hablan dos lenguas: la común de los españoles (y muchos más americanos) y la de la respectiva región. Se empieza a aceptar la pretensión de que la lengua regional desplace a la común en la vida pública, la enseñanza y los medios de comunicación de las regiones afectadas. De ahí se pasa con facilidad al siguiente objetivo disgregador: la secesión política de ciertas regiones donde mandan los partidos nacionalistas, ahora separatistas.

Los constituyentes de 1978 no se plantearon la presente degradación del Estado de las Autonomías, pero es la que va imponiendo por la fuerza de los hechos. Ante un panorama tan sórdido hay quien pretende superar el Estado de las Autonomías y volver al Estado centralista. No parece posible un cambio tan radical del rumbo constitucional. Se han creado demasiados intereses legítimos que harían irreductibles los conflictos.

La solución está en abandonar el mito del Estado de las Autonomías, tal como ha ido evolucionando por su cuenta, aunque sea diseñando otra Constitución. Bien está el principio de que el Estado se halle cerca de los contribuyentes. Ahora bien, medio integrados en la Unión Europea (que, por otra parte, no se sabe bien en qué consiste), parece fuera de razón la creciente multiplicación territorial de funciones.

No hay que olvidar la tradición de oligarquía y caciquismo que ha dominado en la España contemporánea, con toda suerte de partidos, gobiernos y regímenes. Son dos demonios familiares que acosan la vida política española. No se podrán erradicar (un verbo que carece de sentido en la vida pública), pero tampoco hay por qué alimentarlos con el desbarajuste que está suponiendo el experimento del Estado de las Autonomías.

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